Es de todos sabida la historia de Óscar Wilde, dramaturgo, autor de “El retrato de Dorian Grey” quizá su éxito como escritor clásico, de un estilo exquisito y originales argumentos, le abrió las puertas de la fama, popularizándose cuando prendado del hijo del Marqués de Queensberry, a quien le debemos las reglas que privan en el boxeo, fue enviado a prisión considerando inmoral su comportamiento. Encarcelado, después de un juicio de injusticia, de encono y de encarnizamiento, se desencadenó en su contra la más terrible de las sañas, con un fallo que lo condenó a dos años de trabajos forzados, acabando con ese espíritu sensible creador de arte, que tiempo después, se dio a la tarea de describir en su famosa y vibrante poema al que tituló Balada de la cárcel de Reading. Wilde, en su busca de lo epicúreo pensaba como Walter Pater: “nuevos aspectos, nuevas teorías, nuevos placeres; hay que probarlo todo, gozarlo todo, con una sensualidad desesperada”.
Cayó en mis manos la Estatua de Sal, que es obra autobiográfica de Salvador Novo, con prólogo de Carlos Monsiváis. Este último narra el episodio en que los habitantes de las ciudades de la llanura asedian a dos ángeles enviados por Jehová. Al ver tal hostigamiento, el Señor decide la destrucción del lugar y le avisa a Lot: “Escapa por tu vida, no mires tras de ti, ni pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas”. La lluvia de azufre y fuego destruye a Sodoma y Gomorra, a todos los moradores y al fruto de la tierra. “Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él y se volvió estatua de sal”. Relata que tiene un doble simbolismo: el mirar hacia atrás como la más costosa de las desobediencias (la curiosidad) y la pertenencia a la aborrecible Sodoma. En la Biblia encontraremos que a causa de los vicios a que se entregaban sus moradores, Dios castigó a las ciudades de Sodoma y Gomorra, ciudades de la antigua Palestina meridional, en el valle de Jordán, con fuego bajado del cielo, reduciéndolas a cenizas. Junto a ellas también recibieron el escarmiento Adama y Seboim, que, al igual que sus vecinas, se popularizaron como sedes de los peores excesos pecaminosos.
En una mesa aledaña, en uno de estos días, en conocido café de la localidad, comentaba un par de jóvenes comensales sobre un sonado caso de sodomía ocurrido en la capital de la República entre gente de la farándula. El asunto trascendió a la opinión pública por lo escandaloso del caso, tratándose de una figura pública, que resultó con graves lesiones en el rostro y además por las revelaciones del co-protagonista que reconoció dedicarse como sexoservidor a satisfacer las desviadas urgencias de sus clientes. Antaño lo común era que a personas dedicadas al comercio carnal se les detuviera enviándolas a las galeras y sacándolos en la fajina a barrer las calles. No sucede lo mismo ahora, aunque en la provincia, donde prevalece la mojigatería, el hecho trajo murmuraciones no en contra de las liviandades del comediante sino sobre cuál de los dos era el receptor de las caricias, pues los encontraron uno sobre el otro. No hubo asombro por el hecho contra natura considerando que las preferencias sexuales era cosa de ellos.
En fin, no hace mucho aquí se comentó de dos varones que provocaron un desorden al besarse sin ningún recato en plena vía pública. Los guardianes del orden público los remitieron a la ergástula por faltas a la moral y a las buenas costumbres. Nuestra moralidad provinciana no permite aún explayarse en esos sucesos que siguen siendo tabúes.
Es una trama que, en los tiempos que corren, no produce el escozor de los años cuarenta de la centuria pasada cuando era un asunto que se platicaba en voz muy baja, si es que se llegaba a platicar, y siempre el episodio era referido a un vecino distante. Si se tocaba en reuniones hogareñas provocaba el vituperio, cuando no la burla y el escarnio. Era motivo de escándalo que las buenas familias pretendían ocultar bajo las almohadas y las sábanas en el cuarto más lejano y oscuro de la casa, bajo un silencio juramentado. La naturaleza se había equivocado y producía un ser humano cuyo sexo no correspondía a sus tendencias. Los ojos enturbiados por los prejuicios moralizantes le perseguían con cruel ferocidad. Se trataba, en todo caso, decía la conseja, de una mujer enclaustrada en el cuerpo de un hombre. Una manera de abordar estos asuntos es mediante la ridiculización en que se hace befa del hecho, como quitándole importancia. Es el amor que no se atreve a decir su nombre. Es algo contra natura en que el machismo hace lindero con el marica. Era, para esta sociedad gazmoña un pecado nefando, execrable y repugnante el que hubiera predilección por el mismo sexo. Se pretendía borrar volteando la vista hacia otro lado, cual si por gracia de los dioses paganos se esfumara en el aire con no verlo ni mencionarlo. Y sin embargo, ahí estaba y aún pertenece a los días actuales.