Dicen por ahí que los récords están hechos para ser quebrados. Y que la resistencia a aceptar los nuevos éxitos, las nuevas marcas, no son sino indicio de avejentamiento prematuro e innoble recurso del que opina que todo tiempo pasado fue mejor. Sin duda, algo hay de eso. Si durante toda (o buena parte de) nuestra vida hemos considerado un número, un hecho, como insuperables, sí da muina que llegue cualquier pelagatos a desmentirnos.
Si además resulta que el pelagatos echó mano de recursos discutibles, entonces el resentimiento se fortalece: ¡El récord no debió haber caído! ¡Trampa, trampa!
Tales eran los sentimientos de muchos aficionados al beisbol mientras veían cómo Barry Bonds, jugador de los Gigantes de San Francisco, se aproximaba a batir uno de los récords más venerables del Rey de los Deportes: el total de jonrones de por vida en las Grandes Ligas, ostentado por Henry (“Hank”) Aaron desde 1975.
Finalmente, el día temido llegó y Bonds sobrepasó la marca de Aaron. No sólo eso, sino que en esta temporada le quedan todavía un titipuchal de juegos, en los cuales tendrá la oportunidad de seguirle sumando al récord. De manera tal que se hará todavía más difícil superarlo a él en un futuro.
El resentimiento contra Bonds tiene que ver con la nada sutil sospecha de que, durante una buena parte de su carrera, usó esteroides y otros estimulantes de crecimiento de masa muscular. Las sospechas no son ociosas. Basta ver las fotos de cuando empezó su carrera (cuando se hablaba de su velocidad en los senderos, no de su poder con el tolete) y compararlas con las actuales: de espigado pasó a mastodonte y la talla de su cachucha ha de haber crecido unos cinco números. El uso de esas sustancias, desde el punto de vista de muchos aficionados, constituye una trampa, un chanchullo, de manera tal que el récord no es tal.
Si ello no fuera suficiente para empañar lo hecho por Bonds, está la cuestión de su personalidad. El tipo es más pesado que cualquier elemento transuránico: nunca sonríe, los aficionados son transparentes para él y cuando se digna, parece vernos al resto de la Humanidad como Dios ve a los conejos: chiquitos y orejones. Al pegar muchos de sus bambinazos, por su expresión facial y corporal, pareciera que el tipo está aburrido, como si conectarla fuera del parque resultara una enfadosa condición de su contrato y hubiera que cumplir tediosamente con ella. Nada de la alegría natural que debe infectar a quien logra lo que más se desea en un parque de pelota. Ningún brinquito tipo Sammy Sosa. Ninguna sonrisa de humilde aceptación de su condición sobrehumana. No. Al ver a Bonds pegar un garrotazo, uno cree oír la campanilla de una máquina registradora. Y nada más.
Lo bueno para él fue que el jonrón que rompió el récord ocurrió en su casa, en San Francisco, frente a su afición, que parece ser la única en toda la Gran Carpa que no lo abuchea en cada turno al bat. Sin embargo, el debate continúa, dado que cabe la posibilidad de que, por una serie de factores, ese récord manchado permanezca en los libros durante mucho tiempo. Echando cuentas, haciéndole caso al INEGI y tomando en cuenta mi expectativa de vida, creo que un servidor no conocerá otro récord de más jonrones que el de Barry Bonds. El más probable competidor, Alex Rodriguez, tendría que conectar al menos treinta jonrones al año antes de cumplir los cuarenta. Conociendo su gusto por las rubias, estando sometido a la presión de jugar en la Gran Manzana para un dueño oligofrénico y sabiendo que él ya no podrá usar sustancias sospechosas, creo que la marca actual permanecerá una o dos generaciones. Y sí, eso es triste.
Y es que a mí me tocó ver cuando Aaron derrumbó la anterior marca, que ostentaba nada menos que Babe Ruth. Y es uno de esos momentos deportivos que siempre recordaré. La vuelta al cuadro cuando el jonrón 715 de Aaron es una muestra de gracia, elegancia, agradecimiento a la vida y dicha pura. Incluso un rival lo felicitó al pasar por segunda base. El récord de Aaron fue bien recibido por tirios y troyanos. Y eso, por la forma en que lo consiguió: en contra de todas las probabilidades, aguantando tiradas racistas por todos lados, incluso en su propio estadio (los brutos de siempre se negaban a que el récord del Bambino fuera roto por un negro) y sin más ayuda que su enorme voluntad.
Los defensores de Bonds (tengo uno en el cubículo de al lado) esgrimen sus argumentos. El principal: que independientemente de si Bonds usó o no esteroides, éstos no eran ilegales cuando se alega que los consumió. Y sí, en eso tienen razón: el beisbol organizado se tardó horrores en reconocer que esa plaga se estaba extendiendo y ello, porque muchos aficionados estaban encantados. Sobró quien siguiera aquella competencia de jonrones entre Mark McGuire y Sammy Sosa como una carrera de vida o muerte. Yo, la verdad, no. Era cuestión de verle los bíceps al de los Cardenales para entender que la justa no era justa. Eran hombres con ventajas sobre otros hombres; especialmente los que en el pasado habían sacado fuerza únicamente de la cerveza y los bisteces (como famosamente lo hacía Ruth).
Otro argumento en defensa de Bonds: como los pítchers le zacatean, ha recibido una cantidad exorbitante de bases por bolas. Así, se le ha impedido la oportunidad de darle gusto a la majagua con mucha mayor frecuencia que a cualquier toletero en la historia.
Esos argumentos son ciertos. Pero creo que la cuestión está en la raíz ética del asunto. Aquí la cuestión es: si algo no está prohibido, pero me da una ventaja extra sobre los demás, ¿es ético usarlo? ¿Es cierto que se vale todo lo que no esté expresamente fuera de lugar?
Si se fijan, es un planteamiento de político mexicano, de grillo marrullero, de parásitos como tantos que en este país se hacen pasar por servidores públicos. La ventaja adicional, así esté permitida, atenta en contra de lo que convierte al deporte en metáfora de la vida y de algunas de las cosas más preciadas dentro y fuera del campo. ¿Y saben qué? Atenta en contra del sentido mismo de la vida. Olviden las metáforas. Y sí, olviden ese récord. Hay cosas que nada más no se valen en el deporte. Ni en la vida.
Consejo no pedido para mejorar su slugging: Vea “Amor en juego” (Fever pitch, 2005) con Drew Barrymore y Jimmy Fallon, sobre la pugna entre el amor a una mujer y el amor a los Medias Rojas de Boston en un aficionado de hueso colorado. Apuesten quién gana. Provecho.
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