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La hebras rojizas| Relatos de andar y ver

Ernesto Ramos Cobo

Supongamos una mañana en la bahía de Zihuatanejo (es más: estamos en Zihuatanejo), donde a nuestro lado brilla el Pacífico impetuoso mientras un irreprimible antojo de caldo de camarón ronda por el aire. Supongamos entonces que de la urgencia por satisfacer el cuerpecito surge la consigna de visitar la merendería Rosy contigua a la sección de pescados del mercado. Crónica y malabares sobre el paseo gastronómico es el propósito fundamental de estas letras.

Comenzar diciendo que ir por el caldo —bicicletear hacia el caldo— es una canción a la vida. Supongamos que lavarnos sin prisa la cara, cualquier pantaloncillo corto y unas pantuflas, de esas que chanclean, es el preámbulo de lanzarnos calle abajo rumbo al epazote. Un pedaleo tranquilo entre platanales que aún sostienen lluvia nocturna, acontece justo cuando la gente sale de los zaguanes a barrer las banquetas: son la siete de la mañana. Y por allí voy tranquilo sin coger el manubrio y no por farol ni nada por el estilo, sino solamente pedaleando sabroso por las calles de este pueblo guerrerense tan entrañable, pensando tal vez en las antenas camaroniles que se desbordaran del plato –porque así son los buenos caldos: un atolondrado sembradío de rojizas hebras ideal para sacar el bicho sin que salpique, decapitarlo, succionarlo, nacer de nuevo…

Y perdonen que este relato tenga saltos al final —o que regrese al principio— pero todo obedece a la percepción personal de que el trayecto en sí es una más de las zanahorias que flotan en el caldo y que la imposibilidad de disección obliga a contemplarlo como el todo que nuestra cultura ofrece, llevándonos de la mano al saladito sabroso de las últimas patitas picosas.

Supongamos entonces seguir pedaleando entre un bullicio incipiente que brinca charcos y que la decisión de rodear por Cuauhtémoc y llegarle al mercado por calle Ejido, es principalmente porque hay que ir al muelle a ver las aves. Después cuando entramos al mercado y especulando en morenas, no podríamos decir que las mejores están aquí –eso sería mentir—, pero sí hay algo de sudor y algo de cecina, si hay algo en esa chica que a mi paso se come el tamal con los dedos, que tiene un sensual olor a almizcle que flota y acompaña e inquieta.

Pero no debemos desviarnos porque este sitio es un laberinto y lo importante es el caldo, que está al fondo. Sabemos que debemos pasar el pasillo de las carnes hasta las verduras y que más adelante, a la izquierda, se llega al de los pescados, todo esto rodeado del caos ordenado de manos prodigas que incluso pensaron en la perilla exacta para estacionar la cleta. Y aunque el fileteo de huachinango sea en sí un milagro, y aunque por horas pudiéramos detenernos allí, ahora lo que llama es el angosto túnel cuyas paredes son anafres y resorteras y hamacas y que agachando la cabeza conduce a la merendería Rosy. Es allí donde está el tesoro.

Podríamos decir que hay algo prehistórico y mitológico en este caldo hirviente. Pero mejor dejarlo así ahora que ya estamos sentados. Basta de caldo y de sus anexos. Y más ahora, porque ha llegado ya la humeante dosis de tortillas, hechas por manos que saben lo perfectamente crudo y lo perfectamente tostado, debiendo proceder entonces al salero y a cerrar estas letras, justo en el instante preciso en que la tortilla –con su peculiar doblez— se metamorfosea en la cuchara implacable que todas las puede.

ramoscobo@hotmail.com

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