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La inocencia perdida

Adela Celorio

“El nuevo Papa debía tener más fe y menos miedo”, afirmó Leonardo Boff, el franciscano teólogo de la liberación y una de las voces silenciadas tras un proceso en su contra dirigido por el entonces cardenal Joseph Ratzinger.

En mi inocencia de niña muy antigua, creía que cigüeñas rosas entregaban bebés a domicilio. Que Melchor, Gaspar y Baltasar con camello y caballo incluidos, depositaban silenciosos e invisibles, juguetes junto a mi cama. Creía que entre el cielo y el infierno, estaba el limbo donde se aburrían juntos los chiquillos que tenían la desgracia de morir sin bautismo y que el Ángel de mi guarda, con blancas alas emplumadas y las manos muy juntitas, velaba todas las noches en mi cabecera.

Estaba convencida de que un Dios severo y meticuloso, desde un agujero en el cielo, miraba para llevar la cuenta no sólo de cada uno de mis malos actos sino hasta de mis malos pensamientos para –en cualquier descuido- mandarme al infierno, donde un demonio carcajeante me rostizaría por toda la eternidad.

Perdida la inocencia con los años, descubrí que el cielo y el infierno no se encuentran ni arriba ni debajo de la tierra sino dentro de mí misma.

El estado de gracia absoluta en que me deja la mirada de quien amo, la compasión y el abrazo de quienes me aman, los luminosos días de mayo, el alma en paz… Así es mi cielo particular.

En el infierno caigo siempre que la desesperación y la desesperanza ponen mi alma boca abajo, cuando los celos, la envidia o el resentimiento me queman como tizones ardientes, cuando en pleno ejercicio del libre albedrío que Dios me concedió, provoco grandes catástrofes en mi vida y cuando la muerte o el desamor que es otra forma de muerte, me rompen el corazón.

Cuando mi alma se levanta contra mí; no hay cura ni rabino que pueda rescatarme de mis muy personales infiernos; bastante peores que el mítico averno de los siete círculos y los tormentos eternos, que a la luz del tercer milenio es sólo una afortunada mezcla de la imaginación y fantasía de Dante Alighieri.

Aunque no puedo negar que el más allá me sigue inquietando, lo que de momento me preocupa es el más acá; por lo que cada día me cuesta más trabajo aceptar que la Iglesia, aún con todos los poderes que Dios le ha conferido, administre mis cielos y me amenace con sus infiernos.

Francamente ya no estoy para esas cosas. Aunque tampoco puedo fiarme de mí porque ahí donde me ven tan liberada, en el fondo me agobia el reciente rescate que ha hecho Benedicto II del infierno tradicional y no puedo dejar de preguntarme dónde han ido a parar los chiquillos que han quedado sin hogar ahora que el Papa ha declarado inexistente el Limbo.

¿O los habrá declarado también inexistentes como inexistentes son para la iglesia los hijos nacidos de los matrimonios anulados por su incuestionable poder?

Mi fe ya de por sí tan frágil, se contrapone con mi conciencia cuando me entero que el Santo Padre ha declarado en su reciente viaje a Brasil, que la colonización y evangelización de América; que indudablemente ha sido uno de los mayores genocidios de la historia “fue un encuentro de culturas y no una imposición y alienación”.

Necesitaría recuperar la inocencia perdida para aceptar que un hombre que es para la cristiandad el símbolo de la sabiduría, no escuche el incesante lamento de los indígenas que desde la colonización hasta ahora, sigue sin ser escuchado: “entre nosotros se introdujo la tristeza/ se introdujo el cristianismo/ el principio de nuestra tristeza y nuestra esclavitud; vinieron a matar a nuestra flor, a castrar nuestro sol” (Chilam Balam) “Si la Iglesia no escucha a los pobres no tiene nada que decir a Dios”, repite una y otra vez Leonardo Boff y luego por eso lo callan.

adelace2@prodigy.net.mx

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