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La invención de un mártir

Jesús Silva-Herzog Márquez

Tal vez es uno de los fragmentos más perturbadores del canon político occidental. Joseph de Maistre (1753-1821) en Las veladas de San Petersburgo rinde homenaje al verdugo. El castigo es un gobernador activo, el verdadero gestor de los asuntos humanos, argumenta el filósofo reaccionario. Cuando los guardias duermen, la justicia está desamparada. ?Que cese un monarca indolente de castigar y el más fuerte concluirá por destrozar al más débil.? Apenas el temor al castigo ofrece orden al mundo y por eso el verdugo, ese personaje tan detestado que debe esconder su cara al desempeñar su oficio, es el cimiento de la paz. En ese matadero que es el mundo, el verdugo oficia una ceremonia tan terrorífica como necesaria. En la plaza pública se hace el silencio mientras se abre camino. Un vacío lo rodea. Todos lo rehuyen. Pero cuando ejecuta su trabajo todos lo observan en silencio, reverencialmente, mientras fractura los huesos del parricida o corta el cuello del envenenador. Para De Maistre, un escritor que ha sido calificado como un fascista adelantado, el verdugo sostiene todo el edificio de la creación.

El elogio de De Maistre describe el último castigo como un protocolo lúgubre, una solemnidad terrible: una etiqueta de crueldad para la paz. Es la gravedad de la muerte ante la majestad de la soberanía. La formalidad del acto distingue al verdugo del criminal. El carácter ritual de la ejecución imprime un signo ejemplar a la muerte. La ejecución que alaba De Maistre no es venganza sino justicia. Estoy muy lejos de abrazar la visión punitiva de la política que defiende el escritor católico. Rescato su trama porque, desde su extremo, subraya los requerimientos del castigo más grave. Tras la resolución inapelable, el ejecutor ha de actuar como brazo de la ley, nunca como apoderado de la venganza.

Lejos de perder la vida en una ceremonia, Saddam Hussein fue exterminado como animal. Desde luego, su proceso estuvo viciado de origen. Como lo denunciaron los organismos internacionales de derechos humanos, el dictador careció de cualquier oportunidad para defenderse. No lo juzgaba un tribunal internacional sino una corte política, subordinada a un gobierno sometido. Durante el proceso se aceptaron testimonios anónimos; tres abogados defensores de Hussein fueron asesinados y un juez fue removido del tribunal por presión del gobierno. Al déspota no se le acusaba de delitos ordinarios previstos en la legislación iraquí, sino de crímenes contra la humanidad. Y, sin embargo, no fue una entidad internacional con imparcialidad fuera de duda, la encargada de procesar al antiguo gobernante. Previsiblemente, se violaron sistemáticamente las garantías que cualquier procesado debe tener, de acuerdo a los principios internacionales. Contradicción grotesca: a un hombre se le acusa y se le condena de cometer crímenes moralmente inaceptables para la comunidad internacional. Se procede desacatando las normas elementales de esa misma comunidad. Castigar el despotismo con arbitrariedad. El resultado parece evidente: lejos de subrayarse las atrocidades del gobierno de Hussein, su juicio y su castigo resaltan las barbaridades de la intervención militar.

En el fondo, se perdió la oportunidad de someter a juicio a uno de los déspotas más sanguinarios de la última mitad del siglo XX. Se le condenó por haber ordenado la muerte de más de un ciento de personas, pero no fueron siquiera considerados sus peores crímenes. La prisión de Hussein pudo haber servido para exhibir las atrocidades de su régimen, para ventilar los crímenes contra la propia sociedad iraquí, para poner a la vista el carácter genocida de su política. Nada de eso sucedió. El proceso judicial se empleó para encubrir un linchamiento.

Como revela un reportaje de hace un par de días en el New York Times, la horca ha transformado rápidamente la imagen de Hussein en el mundo árabe. La versión oficial de la ejecución se evaporó ante la difusión del video telefónico que capta los últimos minutos de su vida. El impacto ha sido inmediato. En Internet y en las calles; en Palestina y en Sudán, Hussein se ha transformado de pronto en un héroe que mantuvo la calma y la dignidad en sus últimas horas. El dictador se desvanece ante el cuadro de la víctima. El gobierno libio pretende erigir un monumento a Hussein. Es significativo que no se le representará en sus días de gloria, como líder militar o como gobernante absoluto. La estatua lo mostrará al borde de la horca. Una especie de Hussein crucificado. Las últimas palabras del dictador empiezan a divulgarse como palabras sagradas. En mensajes de correo electrónico y de teléfono celular se trasmiten elegías a Hussein. El presidente egipcio, quien no era ningún simpatizante del iraquí, declaraba que nadie podría olvidar la manera en que Hussein murió. ?Lo han convertido en un mártir.?

En efecto, la torpeza de la ocupación norteamericana ha operado el prodigio de convertir a un déspota en un mártir. Los últimos instantes de su vida parecen haber borrado una larga biografía de atrocidades. No se recuerda ninguna indignación colectiva por el anuncio de su condena. El hombre era visto, incluso entre los más fervientes críticos de la invasión norteamericana, como un tirano que merecía algún tipo de castigo. Pero la manera en que se le ejecutó transformó su silueta. Una comunidad marcada por un denso sentimiento de humillación encuentra dignidad y valentía en la postura de un hombre acosado. Daoud Kuttab, un periodista palestino, lo puso en términos elocuentes: si Hussein hubiera tenido asesores de imagen para planear su ejecución, no lo hubieran hecho mejor.

Tal parece que una imagen puede borrar mil actos. El ícono que perdurará de Saddam Hussein será la última estampa de su vida. No el tirano cruel sino la víctima inerme de una venganza bárbara.

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