La tendencia a compensar, es decir, retribuir algo que aparentemente se quitó a otro, es tan antiguo como el género humano.
Desde que el Creador colocó a nuestros primeros padres en el Paraíso Terrenal, dotándolos de todas las maravillas posibles pero advirtiéndoles la sanción por tomar el fruto del árbol prohibido, empezó esa ley de la compensación.
La curiosidad hizo presa de doña Eva, tan linda ella, llevándose entre las patas al buenazo de Adán y por ese desliz, los hombres fuimos condenados a ganar el pan con el sudor de la frente.
La familia es un buen ejemplo de esta natural tendencia a querer quedar bien con todos, y cuando existen varios hijos es frecuente ver que los padres sancionan al rijoso y al omiso pero también recompensan con largueza sus aciertos, no sea que se nos vaya a traumar el criaturón, generando con ello el natural desconcierto en aquel que cumple sus obligaciones a cabalidad.
En el futbol, el arbitraje ha ido tomando una importancia cada día más relevante; los esquemas tácticos, la condición física de los participantes, los intereses económicos en juego y el roce natural en las acciones hacen que cada jugada deba ser juzgada al milímetro, y el juez de la intención en nuestro deporte depende sólo de sus piernas y del imperfecto sentido de la vista para lograr contener la desmedida pasión de veintidós atletas.
La polémica es el pan de cada día en el ejercicio de la autoridad dentro del terreno de juego. Directivos y entrenadores culpan de todos los males a los de negro, incluso de su propia torpeza e incapacidad; los jugadores, en su mayoría, saltan a la cancha con el deliberado propósito de engañar al silbante por medio del sucio truco de la simulación, y el público se come el bocado de una consigna perjudicial para los intereses de sus colores favoritos.
Los medios de comunicación atizamos la leña con un análisis puntilloso del quehacer arbitral, recurriendo a tomas y repeticiones inalcanzables para el colegiado, que en la cancha busca el mejor ángulo para emitir sus juicios.
El error se entiende en una cancha siempre que no sea cometido por el árbitro. Así de simple y así de injusto, pero al ser el arbitraje una actividad humana estará sujeta siempre a esa falibilidad que caracteriza a los hombres, partiendo de la base que el juez obra con absoluta buena fe.
El tema es que, con la ley de la compensación, el árbitro tiñe sus decisiones con la turbia tinta de la duda, y lo peor que le puede suceder a un juez es la pérdida de la credibilidad.
El árbitro no puede ni debe intentar con una marcación devolver lo que aparentemente le “quitó” a un equipo; es tan grave como querer apagar la lumbre con gasolina. Aquel que compensa no ajusta la balanza, sino la tuerce con dos errores seguidos y el ataque a su propia dignidad.
El ejemplo de José Abramo Lira en el América ante Monarcas debe combatirse desde las más altas esferas del poder arbitral. No es posible que por no sancionar un claro penal en el primer tiempo, el silbante salga a “componer” el asunto inventando otro.