En primer plano se observa a Fernando Romo durante la misa de apertura del Jubileo de Oro de la Diócesis de Torreón, celebrada el 19 de abril de 2007.
Fernando Romo murió ayer casi 50 años después de que fuera elegido primer obispo de Torreón. En una entrevista a mediados de 2007, don Fernando recordó su nombramiento, sus 32 años al frente de la Diócesis y su vida en el retiro.
TORREÓN, COAH.- Hace unos meses busqué al obispo emérito, Fernando Romo Gutiérrez, para hacerle una entrevista. Empezaban los festejos del Jubileo de la Diócesis que él fundó. Quería escuchar de él la historia de su ordenación y su experiencia como obispo para preparar esta entrevista que saldría el próximo abril en el 50 aniversario de la diócesis, que don Fernando no alcanzó a ver.
Me recibió en la sala de su casa, en la colonia Nueva Los Ángeles. En silla de ruedas, vestía una guayabera blanca y en la cabeza el solideo púrpura de obispo. El deterioro de su cuerpo era opuesto al de su mente. Arrastraba las palabras pero éstas eran lúcidas y puntuales al recordar las circunstancias de su elevación y los principales momentos que vivió como pastor de una diócesis nueva.
Don Fernando murió ayer a los 92 años, a unas semanas de que se cumplieran 50 años de aquella fecha, en enero de 1958, cuando era rector del Seminario de Saltillo y el delegado del Vaticano, Luigi Raimondi, lo mandó llamar a la ciudad de México.
Meses antes, el 19 de junio de 1957, se había publicado la bula del Papa Pío XII que desmembraba de la diócesis de Saltillo los cinco municipios de La Laguna de Coahuila y creaba la diócesis de Torreón. Al mismo tiempo, se especulaba quién sería el nuevo obispo.
Don Fernando llevaba varios años en Saltillo y recuerda que en ese tiempo “ya se esperaba que Torreón fuera diócesis. Es más, se tardaron en decirlo”. El obispo de Saltillo, Luis Guízar, llevaba años pidiendo que le quitaran ese territorio.
Un día de enero recibió una carta de Raimondi. “Decía sencillamente que por favor venga a platicar conmigo”, recordó don Fernando. “Yo pensaba que me iban a...”, dejó la frase incompleta y se pasó un dedo por el cuello.
-- Pensaba que lo iban a regañar.
-- Sí, pero no me acuerdo por qué.
Don Fernando admitió que no lo esperaba, a pesar de que los rectores de seminarios con frecuencia son candidatos al episcopado. Él pensaba que el Vaticano enviaría a Torreón al vicario general de Saltillo, cuyo nombre ya no alcanzó a recordar. “El vicario sentía que él era el indicado”, dijo y remató riendo: “Le gané”.
El 24 de enero de 1958 el Vaticano anunció su nombramiento como primer obispo de Torreón. Tenía 42 años.
EL CAMINO A TORREÓN
Fernando Romo Gutiérrez nació en Guadalajara el 18 de junio de 1915, hijo de David Romo Pérez y Guadalupe Gutiérrez.
Su familia no era ajena a la Iglesia, un tío suyo era sacerdote y fue determinante en que Romo siguiera la carrera eclesiástica. A los 12 años, su tío, que era “monseñor” lo mandó a España. “Me consiguió un billete y media beca para el seminario y luego la Universidad de Comillas”.
Se ordenó sacerdote el 23 de marzo de 1940 en Roma, donde estudiaba en el Colegio Latinoamericano y donde pasó cinco años estudiando el doctorado en Teología.
“Empecé la tesis doctorar en Roma pero me vine a México en el 41”, recordó don Fernando. “Llegué a Guadalajara y estuve de vicario de parroquia cinco años y medio”.
En 1947 fue asignado al Seminario de Guadalajara donde fue profesor de Teología y prefecto de disciplina. En 1952 fue enviado a dirigir el Seminario de Saltillo.
Para muchos sacerdotes, estudiar en Roma es signo de que sus superiores lo preparan para cosas mayores. Pero don Fernando reconocía que “no sé si mis maestros hayan tenido la intención de formarme para ser obispo”.
“Yo no lo había pensado, no lo quería. No conocía de esto. No, no, no”.
Para enero de 1958, con 18 años como sacerdote, tuvo que cambiar de opinión. “Fui a México y ahí el delegado apostólico me dice que el Papa tenía a bien señalarme para obispo. Acepté, siguiendo los deseos del Papa. Ese año se murió Pío XII. Me nombró y luego se murió”.
Del júbilo popular por la creación de la diócesis dan cuenta las crónicas publicadas entre 1857 y 1958 sobre el decreto papal y la ordenación episcopal de don Fernando, que comenzó a prepararse de inmediato.
El nuevo obispo llegó a Torreón en abril de 1958 para una fiesta de dos días que incluía, el día 19, tomar posesión de El Carmen, el templo que había sido declarado Catedral. El 20 sería su consagración.
“Llegue un día antes de la consagración porque primero tomé posesión de la diócesis, leímos la bula, en El Carmen. Y tomé posesión en El Carmen. Al día siguiente mi consagración, que ahora se llama ordenación”, recordó.
El consagrante principal fue el arzobispo de Guadalajara, José Garibi Rivera, que a fines de ese año se convertiría en el primer cardenal mexicano. Lo asistieron José María González Valencia, arzobispo de Durango (provincia de la que forma parte Torreón) y Luis Guízar y Barragán, obispo de Saltillo.
A TRABAJAR
“Cuando llegué, me preguntaron: ¿qué quiere que le hagamos, la catedral o el seminario? Y yo les dije, el seminario”.
Así relataba don Fernando el inicio de su labor como obispo. “Pusimos la primera piedra al año siguiente, rapidito, la pusimos, hubo fiesta y todo”.
La diócesis que recibió era pobre en personal. Había apenas 10 parroquias.
“Cuando llegué había 12 sacerdotes diocesanos y 25 religiosos. Nada más, eran muy poquitos, entonces había que agarrar gente”, dijo.
Tuvo que reclutar sacerdotes de otras diócesis pero la escasez le indicó la urgencia del seminario, que don Fernando calificó como su mayor orgullo. Diez años después, la diócesis ya tenía 60 sacerdotes, 30 diocesanos y 30 religiosos. A su retiro, en 1990, había 96, 54 diocesanos y 42 religiosos.
Cuatro años después de la llegada de Romo a Torreón, el Papa Juan XXIII abrió el Concilio Vaticano II, la reunión de obispos de todo el mundo que buscaba poner a la Iglesia católica a tono con el siglo 20 en cuestiones como la liturgia, el diálogo con otras religiones, la libertad de conciencia y el papel de la Iglesia en la sociedad.
“Tenía que abrirse la Iglesia, estaba estancada en el siglo 16. Decíamos la misa en latín y de espaldas y todo lo que venía era territorio virgen. De ahí venía el entusiasmo. Aquí ya teníamos obispo y yo tuve suerte, por estar ahí”, dijo.
Recordó que la escasez de sacerdotes con que se topó al llegar a Torreón motivó sus intervenciones en el Concilio. “Hablé tres veces, brevemente. Daba el reporte de la diócesis y propuse que no se hicieran diócesis sin tener los sacerdotes necesarios para sostenerlas, que había sido problema aquí conmigo.
“En una de ésas, después, a la salida me topé con el arzobispo (de México, Miguel Darío) Miranda, que estaba en esa sesión y me dice, ‘oye Fernandito, muy bien, ya lo tomamos en cuenta”.
-- ¿Y lo tomaron en cuenta?
-- No mucho
De Roma regresó con la nueva forma de dar la misa, de frente a los fieles y en español, con la tarea de vigilar que los sacerdotes lo cumplieran. Contrario a lo que esperaba, don Fernando dice que la resistencia no vino de los viejos sacerdotes sino de los nuevos, “porque en el seminario se acababan de aprender la misa vieja”.
TURBULENCIA
El Concilio desató olas en la Iglesia. Juan XXIII sólo vivió la primera sesión y correspondió a su sucesor, Pablo VI, terminarlo en 1965. “Pablo VI, un gran Papa, llevó el peso del Concilio”, lo recordaba don Fernando.
La libertad de conciencia y el sentido de compromiso de la Iglesia generaron nuevas formas de ver la teología, que en América Latina se manifestaron en la Teología de la Liberación, se vincularon con movimientos políticos y sociales y en muchos casos llevaron a sacerdotes a abandonar la Iglesia. Durante la década de los sesenta y setenta ese fue el principal reto de los obispos mexicanos.
Los grandes debates se dieron en las conferencias del Episcopado Latinoamericano en Medellín, en 1968, y Puebla, en 1979. Romo no estuvo en esas conferencias, pero esos fueron sus tiempos y, sin embargo, afirmó que siempre buscó alejarse de la controversia. Además, dijo, la gente de Torreón era menos conservadora que en Guadalajara o Saltillo.
Sí tuvo su parte de conflictos con sacerdotes que se involucraban en movimientos sociales, sobre todo en áreas rurales. “Yo trataba a los sacerdotes que se fueron por la línea mala y no los perdí. Platicaba con ellos y siguieron amigos. Pocos se volvieron enemigos. Pocos”.
Ese, dijo, es otro de sus grandes orgullos. En efecto, estadísticas muestran que entre 1960 y 1980, la mitad de las diócesis de México tuvieron una baja en el número de sacerdotes, pero en Torreón siempre fueron a la alza.
-- ¿Cómo le hizo para que no desconfiaran de su autoridad?
-- Fácil. Mira, sucedió esto: En algunas diócesis perdieron a treinta y tantos sacerdotes, aquí no más que cinco. Sólo perdí cinco. Les pude hablar, hacerlo en paz y me las arreglé con Dios.
-- ¿No tenía la mano dura? Después de todo, usted fue prefecto de disciplina en el seminario.
Soltó una carcajada antes de responder. “Aquí las ideas no han vencido, han convencido. Por ejemplo, el que tenía la mano dura era el de Durango, (Antonio) López Aviña, por eso se le fueron tantos”.
EL RETIRO
En 1984, don Fernando sufrió una embolia. “Me quedé medio paralizado y pedí un coadjutor. Yo ya estaba llegando a los 75 años y tenía que presentar la renuncia al Papa”.
En 1985 llegó Luis Morales como obispo coadjutor de Torreón, para prepararse a suceder a don Fernando en 1990, cuando cumplió los 75 años.
En lugar de regresar a vivir a su ciudad de origen, como hacen muchos obispos retirados, don Fernando se quedó en Torreón. En la entrevista se justificaba así: “Soy de Guadalajara pero me considero de Torreón”.
De cualquier forma no pasó a retiro total. Siguió haciendo visitas a las parroquias. “Me di gusto, porque todavía lo hago, a veces”, dijo en la entrevista.
Meses antes de morir todavía se le veía en la calle o dando misa. Todavía impartía confirmaciones en la catedral del Carmen una vez al mes.
“La ventaja de estar retirado es que ya no estoy a cargo de nada pero no dejo de estar retirado. Tengo las misas los domingos en Casa de Jesús, el lunes en el noviciado, el martes en Casa de Jesús. Doy misa todos los días y dos veces si se necesita”.
Don Fernando vivió para ver a su sucesor, Luis Morales, ser promovido a arzobispo de San Luis Potosí en 1999 y convivió siete años con el tercer obispo, José Guadalupe Galván.
“La nueva generación es muy buena. Don Luis y don José Guadalupe la hicieron muy bien. Se ha logrado ser una diócesis ejemplar para muchas, porque muchas diócesis están enfrentadas o divididas, aquí no”, dijo.
Con la muerte de don Fernando se cierra una época de la Iglesia en México, el puente entre el Concilio y las décadas turbulentas de los sesentas y setentas, hasta los retos de la Iglesia actual frente al llamado relativismo moral, las sectas y el secularismo. Pero meses antes de morir estaba optimista. “Eran otros tiempos, que se han transformado. Hemos ganado en presencia de la Iglesia”.
Al momento de su muerte, era el tercer obispo con más antigüedad en México, después del cardenal Ernesto Corripio y el arzobispo emérito de Chihuahua, Adalberto Almeida.
Don Fernando vivió 49 años en Torreón, más que en cualquier otra etapa de su vida. En el ocaso, daba un ejemplo de cómo las cosas habían cambiado.
“Cuando yo llegué, a la ordenación fue la esposa del presidente municipal pero no fue ninguna autoridad. Eran medio comecuras. Ahora cualquiera va a la Catedral”, dijo.
“Pero la gente estaba contenta de tener obispo. Y caí parado, completamente parado”. Terminó con un balance que bien puede ser su epitafio:
“Hicimos cosas, cambiamos cosas”.