Dice el dicho que en Hollywood los grandes se van en tercias. Esto es, que cuando muere algún actor o director célebre, a los pocos días lo acompañan otros dos de semejante calibre. Aunque no se trataba de directores hollywoodenses, las muertes de Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni fueron lo suficientemente próximas para recordarnos el viejo paradigma.
Sin duda a muchos jovenazos los nombres de Bergman y Antonioni les dirán poco. Y es que ambos tenían décadas sin sacar nada nuevo que pudiera verse por estos lares. Pero para las generaciones más… digamos… veteranas, son sinónimo de salas de cine-club, angustia existencial, los primeros escarceos eróticos, dolores de cabeza y gastritis por las palomitas mal digeridas. No pocas de sus películas implicaban ponerse a pensar (y angustiarse) más que en un examen de cálculo integral.
Sí, las películas de estos directores solían ser experiencias realmente tensionantes. Y es que ambos exploraron a fondo y con toques indudablemente originales la vacuidad de la vida moderna, la dificultad para construir relaciones en un mundo enajenado y enajenante, la inquietud ante la creencia de que Dios hace buen rato que se tomó vacaciones.
Además, una buena parte de esos filmes sólo los veíamos el puñado de interesados en el cine “diferente” agrupados en torno a los cine-clubes que, en los años setenta, organizaban las Casas de la Cultura y la UAC, vía Max Rivera. O muy de repente (recuerdo los casos de “Zabrinsky Point”, 1970, un auténtico bodrio; y de “Gritos y susurros”, 1973, sublime) cuando los ponían en cartelera en el Buñuel, que pomposamente se hacía llamar “Sala de Arte”.
La cultura del cine-club era muy curiosa. En estos días en que los adolescentes simplemente van al mall a ver a qué churro se meten, casi al azar o cuando se pueden adquirir clásicos remasterizados y redigitalizados en DVD a menos de cien pesos, aquellos heroicos días no pueden sino suscitar nuestra nostalgia. La verdad, recordándolos se da uno cuenta de lo viejo que se ha vuelto… y lo mucho que cambian las cosas.
Empezando por los lugares en que se exhibían las películas. La UAC movía de continuo las sedes: a veces los ciclos se pasaban en el Auditorio de la Escuela de Medicina, a veces en el de la ECA (hoy FCA), en alguna ocasión en un corredor creo que de Odontología. La Casa de la Cultura de Torreón usaba el Teatro Mayrán (hoy Garibay), la de Gómez un rincón del Museo de Arte Moderno. Hasta esas augustas sedes nos trasladábamos las dos docenas de gatos flacos que tratábamos de conocer algo más que el cine comercial que llegaba a las salas laguneras… con dos, tres, cuatro años de retraso.
Al entrar al cine-club, a uno le daban una ficha técnica mimeografiada, en la que se incluían datos tan esotéricos como los nombres del editor de sonido y del ambientador de interiores, cuestiones que a los meros mortales nos importaban un soberano sorbete. En ocasiones el organizador (casi siempre Max) daba un speech sobre lo que íbamos a ver y luego se quitaba la cachucha de intelectual para ponerse la de cácaro y echar a andar el proyector.
Recuerden que las películas venían, efectivamente, en película de carrete, que tenía la enojosa costumbre de romperse y la proyección dependía de un foco que, en caso de fundirse, había que traerlo de Finlandia o las Islas Feroés o algo así. Tales avatares arruinaron más de un fin de semana de los esforzados espectadores.
Luego de la proyección, había un debate. El cual, como buen debate lagunero, solía volverse un soliloquio del primero que tomara la palabra y que no paraba durante quince o veinte minutos. Por supuesto, para cuando terminaba el monólogo del enamorado de su linda voz y profundos conceptos, la sala ya estaba vacía con excepción del moderador (que no moderaba a los inmoderados), dos o tres despistados y el señor de la limpieza que ya había empezado a hacer su chamba y nos odiaba por tenerlo ahí a esas horas.
Los cine-clubes solían manejar ciclos de películas que, de otra manera, serían inencontrables. Recuerdo bien un ciclo precisamente de Bergman que incluyó “El manantial de la doncella”, “Fresas silvestres”, “El séptimo sello” y alguna otra. También recuerdo un ciclo de “nuevo cine francés” que incluyó cintas de doce o quince años atrás. No se rían: eso era nuevo en La Laguna (“Tírenle al pianista” de Truffaut es de 1960 y la venimos viendo a mediados o fines de los setenta). En otras ocasiones se armaban al buen tun-tún algunas combinaciones más bien surrealistas, dependiendo más de la disponibilidad de cintas que de una relación lógica entre ellas. En todo caso, fue en esos ambientes que conocimos a Einsestein, Tarkovsky, Kurosawa, Goddard, Truffaut y otros chipocludos clásicos y de la avant-garde.
Por supuesto, la concurrencia a los cine-clubes era una especie de cofradía secreta, una hermandad solidaria que compartía misterios y bendiciones a los que el vulgo no tenía acceso… además de otras ventajas nada despreciables. Una vez se anunció la proyección de “Alexander Nevsky” de Einsestein en la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. Entonces yo vivía en aquella mártir ciudad, así que la distancia a la sede no ofrecía mayor inconveniente. Pero al arribar me encontré con que era el único espectador. El cácaro, que sin duda estaba deseando que no llegara nadie, se resignó a servirme de proyeccionista particular. Me sentí magnate de Hollywood en su sala privada. De hecho, al terminarse la primera parte, le pedí al sufrido chavo que me esperara, que nada más iba tantito a la casa y regresaba de volada. Hasta eso, aguardó hasta que volví para reanudar la función.
Así pues, las muertes de Bergman y Antonioni (que ahora sí ya pueden responderse muchas de las cuestiones con las que nos atosigaron) nos retraen a aquellos gloriosos días de juventud. Era otro Torreón, era otra sociedad, era otra manera de ver el cine. Y perdónenme si les digo que sí, que uno extraña el ambiente conspiratorio y casi clandestino de andar viendo los desnudos de “Blow up” (1966) en compañía de otros quince o veinte camaradas… los mismos (y mismas) de siempre. Sniff, sniff.
Consejo no pedido para no convertir su vida conyugal en un remake chafa de “Escenas de un Matrimonio” (1973): Lea “La Linterna Mágica”, memorias de Ingmar Bergman, de las mejorcitas en ese género y ámbito. Y lea “Las babas del diablo”, cuento de Julio Cortázar que sirvió de base para “Blow up” de Antonioni. Provecho.
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