A veces, solo sabemos de ella por algún libro o por pasajes de la Biblia, como el del santo Job.
En otras, porque nos hemos enfrentado a algún problema de salud y es entonces cuando la palabra: “paciente”, cobra cierto significado.
Pero la verdadera paciencia es espera, a veces larga espera y confianza, mucha confianza en que son otros los factores que están operando, para poder llegar a una conclusión feliz.
En todas las ocasiones es Dios el que nos pone la prueba, pero al mismo tiempo nos tiende la mano para que no desfallezcamos en ella.
Por naturaleza, los hombres somos especialmente proclives a la desesperación. A su vez, la mujer está de alguna forma preparada para ser paciente. Simplemente la espera de un embarazo es algo natural para ellas y por eso son más fuertes que nosotros.
Solemos desesperarnos con cosas inicuas, como la llegada tarde a una cita o la espera para ser recibidos en alguna oficina o consultorio.
Cuando la paciencia se liga con la tolerancia nos hacemos más sensibles a los problemas de quienes nos rodean.
Hay personas admirables que han logrado romper las cadenas del tiempo. Para ellas, el tiempo no existe. No usan reloj y son capaces de llegar tarde a la misa de su boda, porque se quedaron platicando con unas tías que hacía tiempo no veían.
La impaciencia es amiga de la angustia y comúnmente andan juntas.
La angustia, es un monstruo que nos va comiendo las entrañas y acaba por aniquilarnos.
Por eso, hay momentos en que Dios nos pone a trabajar la paciencia y nos enseña a dominar la angustia.
Porque, aunque no lo sintamos, en momentos verdaderamente angustiantes; cuando sentimos que nos duele el corazón, es porque la mano de Dios lo está deteniendo con firmeza para que no desfallezcamos.
En algún lado leí, que la paciencia “es un árbol de raíces amargas, pero frutos dulces”.
Pienso que, mientras más se hunden esas raíces, más dulces tendrán que ser los resultados de esta prueba que Dios nos ha puesto.
Hay acontecimientos que marcan nuestras vidas y nos hacen saber del verdadero valor de las cosas que tenemos y las personas que nos rodean.
Si tenemos el privilegio de poder convivir con un amigo, disfrutemos de su compañía sin estar viendo el reloj o pensando en lo que tenemos que hacer más tarde.
Si tenemos la oportunidad de viajar con la familia, disfrutemos de todo aquello que es nuevo para nosotros y del invaluable regalo que significa convivir con los seres queridos en esos momentos.
No compremos las cosas para guardarlas. Aprendamos, sin derroches, a disfrutar de ellas, pues son el legítimo resultado de nuestro trabajo.
No esperemos a abrir una botella de buen vino, para cuando la ocasión lo amerite. Todos los días son nuevos y entrañan nuevas oportunidades para todos. Disfrutemos de ese vino ahora, con los amigos, la familia. No lo guardemos, porque incluso puede suceder que cuando queramos degustarlo, se haya echado a perder por el transcurso del tiempo.
No ocultemos nuestros sentimientos. Derrochémoslos. Sobre todo el amor y la amistad.
Amemos intensamente a la mujer que nos ha tocado por compañera. Demostrémosle cuánto nos importa de todas las formas posibles. Haciéndole regalos, halagándola, llevándole con frecuencia pequeños detalles que la alegren, porque en su alegría está nuestra felicidad.
Nunca desperdiciemos la oportunidad para conocer a nuevas personas que eventualmente pueden ser amigos y hagámosle sentir a nuestros amigos, el valor que tienen en nuestra vida. Sin ellos, no vale la pena vivir.
Aprendamos a valorar, también, a la familia. Es el núcleo básico de los seres amados y nos fueron entregados para producir su felicidad que se trasforma en la nuestra.
La paciencia es sin duda una virtud. Y como tal debemos saber cultivarla. Aunque por momentos no comprendamos el por qué de las cosas, hay un plan divino que finalmente nos permitirá comer esos frutos dulces del árbol de la paciencia.
No esperemos a enfrentar un gran reto para cultivar la paciencia. Hagámoslo cotidianamente, para estar preparados si fuera el caso. Y sobre todo, tengamos fe en que el día de mañana será mejor, si sabemos ser pacientes.
“Y hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de su mano”.