La palabra fue considerada siempre como milagrosa y mágica. Lo que Dios (es) dijo (dijeron), se hizo y por extensión el nombre de las cosas y de las personas adquirieron significados mágicos. A través de ella se aceptaban significados algunos herméticos, imposibles de descifrar y pronunciar más que por espíritus selectos; otros, accesibles al conocimiento lógico, y quizá por ello, posibles de contradecir o de manipular para bien o para mal.
La palabra fue en los pueblos ágrafos y aun entre aquellos que ya contaban con grafías, la mejor manera de transmitir mensajes y de aprender. La voz, su tono y cadencias acentuadas ayudaba a la comprensión del significado del discurso, significado que debería atesorar el oyente para analizarlo, discutirlo y aprobarlo o no. De ahí que capacitar la memoria fuese un cultivo universalmente procurado.
La buena memoria de discursos, hechos y secuelas es el archivo de la vida, la historia posible de ser organizada para sacar conclusiones teóricas y a veces prácticas.
Así se puede explicar por qué las aportaciones de los antiguos griegos, luz todavía del conocimiento occidental, se dieron sin toda la ciencia y la tecnología actuales. Aquellos sabios sufrían largo tiempo, a veces años, el esfuerzo de contrastar, argumentar pensamientos propios y ajenos, su lógica, su real coherencia, su ética, sus conclusiones. Terminado este difícil proceso el autor dictaba a un escriba. La velocidad a que se dictaba para ser impreso en tablillas de cera, hizo posible la invención de abreviaturas y claves caligráficas, cuya traducción el autor corregía y embellecía, quedando al fin el discurso plasmado en documento final por el escriba y a disposición de toda crítica, controversia o aceptación pública.
Como la mayor parte de la población de entonces no sabía leer, se tenía que atender con cuidado al discurso hablado, generalmente vertido ante colectividades, si se quería aprender de los pensadores más connotados de la época.
Usted podría decir, con razón, que los grandes cerebros de hoy hacen lo mismo a través de dispositivos técnicos más eficaces y por ello más acertados; solamente que parece haber una gran diferencia: las conclusiones de los sabios antiguos recogían la experiencia histórica personal y colectiva para mostrar lógica y acciones humanas deseables frente a la adversidad, desde una realidad que ciertamente no cambiaba ni veloz ni sorpresivamente. Hoy no se quiere concluir de la historia, ni del hombre, se buscan soluciones exigidas por los inesperados avances científicos y tecnológicos que han problematizado nuestra vida actual con miras a la sustentabilidad de los errores sistémicos cometidos y ahora ampliados, como si éstos fuesen dictados por la voz de Dios e imposibles de ser cambiados.
Estos extraordinarios éxitos científicos y tecnológicos, logrados por y para el imperio del capital, no lo son tanto para el beneficio colectivo. ¿Cuánta gente puede pagar sus servicios?
Se me objetará que existe mundialmente una mayoría alfabetizada, pregunto: ¿saber leer es reconocer las letras?, y qué con los conceptos, qué con la estimulación del pensamiento. ¿Qué escuchan las masas, desde su nacimiento hasta su tumba, si están cooptadas por discursos pobres, mentirosos y conceptualmente depauperadores, emitidos las 24 horas del día por los medios de comunicación? El que ya se puedan captar millones de mensajes a través de máquinas cada vez más sofisticadas no significa que tales mensajes sean buenos, veraces y bellos, que acrecienten el haber humano ni su desarrollo; todo lo contrario, son pocos los mensajes que valen la pena escuchar o leer y además no son los más buscados.
Parecería que el “escriba” con su velocidad y capacidad de reproducir tonteras ganó al “sabio” todo el terreno. Ya no hay tiempo para pensar, menos aún con la atrayente posibilidad de virtualizar la realidad. A poquísimos interesa hoy llegar a ser sabios y es difícil lograrlo si los datos ya no se basan en la experiencia vivida para sacar análisis, sino en jugar con datos virtuales para vivir la virtualidad.
En palabras simples, con distinguidísimas excepciones, preferible es encontrar el Edén aunque sea de mentiritas que afrontar la realidad aunque en ello esté nuestra salvación. Afrontar hechos no es lo mismo que omitirlos y fugarse de ellos a través de no sé cuántos escapes negativos que justificamos con las sapientísimas frases: ¡No pasa nada! ¡Así es, fue y será la vida! ¡El presente hay que vivirlo intensamente, el pasado y el futuro no existen!..
La Ciencia, las tecnologías determinan cambios. Buenos, en la medida en que se usen para el bien común, para el desarrollo, conservación y superación de la especie humana y malos, si determinan lo contrario, destrozando además la Naturaleza, capital fundamental para nuestra supervivencia en el planeta Tierra.