Nadie se había dado cuenta de que ese sencillo acto, sostenía la armonía entre todos los habitantes.
Cada mañana, al despuntar el sol, las mujeres caminaban media hora con su canasta de ropa al hombro para ir a lavar al río. Mientras ensimismadas, tallaban sobre la piedra, enhebraban también pensamientos y reflexiones; conversaban, se conectaban, aprendían, reían y escuchaban historias. Después de dos horas, no sólo traían ropa limpia de regreso, sino también algo en el corazón que las llenaba de fuerzas para poder darlo durante el resto del día.
Un día esa corriente de recreo, de encuentros y recuperación se secó. La leyenda cuenta que, a partir de ahí, la alegría de la población también se secó. A las mujeres se las veía tristes, irritables y desanimadas; los pleitos, desencuentros y separaciones en toda la población comenzaron. El pueblo nunca volvió a ser el mismo, poco a poco desapareció.
Es cierto. Todas las mujeres necesitamos ir al río. A ese lugar donde podamos tener un encuentro con nosotras mismas y recuperar el balance. La piel del alma. Necesitamos recoger los pedazos que a diario tejemos y que las exigencias de la vida se encargan de rasgar. Podemos hacerlo a través de la lectura, la música, el arte, de rezar, de estar con el ser amado, de contemplar la belleza, el campo, el mar, el amanecer o la soledad.
El regreso a casa no cuesta necesariamente dinero. Cuesta tiempo y fuerza de voluntad; poder decir “me voy”, “basta”, “que pare la música”, y decirlo en serio.
“Algunas mujeres nunca regresan a casa y viven su vida en la zona zombi”, escribe Clarisa Pinkola, en Mujeres que Corren con los Lobos. “Lo más cruel de su estado exánime es que la mujer actúa, camina, habla, se comporta e incluso hace un montón de cosas, pero ya no percibe los efectos de lo que ha fallado. Si los percibiera, su dolor la llevaría a reparar el daño”.
¿Cómo y con cuánta frecuencia tenemos que equilibrar la necesidad de regresar a casa con nuestra vida cotidiana? Es cuestión de valorar el brillo de nuestros ojos y nuestro estado de ánimo.
Planea en tu agenda un espacio sagrado para tu persona. Esto significa quizás encerrarte un rato en tu cuarto y colgar un letrero que diga: “No molestar”. Nada de “Mami, mami, ¿dónde están mis zapatos?” o “Señora, ya no hay leche”.
“Es que no tengo tiempo”, seguro dirás. Piensa en la asombrosa facilidad con que las mujeres sacamos tiempo de donde sea cuando un hijo se enferma, cuando el coche se descompone o le duele una muela. Bueno, pues hay que otorgarle el mismo valor a ese “regreso a casa” y darle prioridad, pues está demostrado que, si una mujer no se va cuando es la hora de irse, la fina grieta de su piel del alma se convierte en un agujero, y éste en un impresionante abismo.
Considera que no importa si te aíslas, ya sea una hora o varios días, alguien se sentirá abandonado. Y, sí. Te extrañarán y reclamarán, pero es preferible irse a casa durante algún tiempo antes que quedarse, deteriorarse y finalmente tener que alejarse a rastras, con el alma hecha andrajos.
Busca cualquier cosa que revitalice tu equilibrio. Cubre con una manta el gong que te llama y exige hacer esto o aquello; y retira la manta una vez que te sientas recuperada y con la piel del alma entera y bien ajustada.
Si tú valoras al máximo esos momentos de regreso a casa, los que te rodean también aprenderán a valorarlos. Se darán cuenta de que tú también, como las mujeres del río, traes algo en el corazón que los armoniza a todos.