La Catedral es la iglesia principal de una diócesis. Se le llama también iglesia episcopal. Ahí se reúnen y ofician los canónigos y es la sede oficial del cardenal Norberto Rivera. La de México es de suponerse que está levantada encima de los restos de un teocali de los aztecas. Me confieso apenas un catecúmeno incapaz de desentrañar los infinitos misterios del divino oficio de la misa, por lo que me conformo con admirar a los buenos samaritanos que entregan sus vidas a aliviar los dolores de los demás, suplicando al bendito su misericordia. Catedrales de bellísima arquitectura, por sólo mencionar algunas, la de San Miguel en Bruselas, Bélgica, la Nueva de Salamanca y la de Cuenca, en España, la de Chartres en Francia, la de Winchester en Gran Bretaña, la Ortodoxa de Helsinki, la de Milán en Italia y paremos de enumerar que no terminaríamos en el espacio que se nos tiene destinado, pero les puedo asegurar que el éxtasis místico que produce la contemplación de cada una de ellas vuelve converso al mayor de los incrédulos, excitando y moviendo las almas hacia la virtud y a la perfección.
Una lluvia con truenos, rayos y centellas se dejó sentir el pasado domingo sobre la cabeza de Andrés Manuel López Obrador atribuyéndole la violencia que ejercieron un grupo de gentes que aparentemente asistían a un mitin convocado por aquél en la explanada del Zócalo, que habían irrumpido abruptamente en el templo cuya puerta fue parcialmente derribada. Al parecer producto de un enfurecimiento, cuando doblaron las campanas de la catedral, lo que se consideró un intento de abrumar las voces de sus oradores. No tengo información que me conduzca a aseverar que en efecto el repiqueteo duró el tiempo suficiente para pensar que se trataba de acallar o interrumpir a quienes se encontraban en la explanada. Tampoco tengo constancia fidedigna de que las personas que se introdujeron violentamente en la Casa de Dios, tuvieran razones para hacerlo, cualesquiera que estas fueran, ni de que se tratara, en efecto, de seguidores de AMLO. Lo cierto es que, como ya es costumbre en los comentaristas de toda laya, se aprovecha, chueco o derecho, para arrojar basura encima del gran perdedor de la pasada aventura por la Presidencia de la República. Eso es más cómodo que revisar los hechos en su justa dimensión.
Algunos tunde teclas, por lo común, no se mantienen en la línea de informar con veracidad sobre los hechos, retorciéndolos para aparentemente lograr concitar el odio social sobre las huestes del lopezobradorismo o lo que queda de él. La cuestión es que no importa si hubo un acto de provocación dentro del templo, ni si los asistentes reunidos en el Zócalo respondieron atacando, aquí lo que queda claro es que los ánimos están tan caldeados que pueden ser aprovechados por agitadores profesionales que revueltos entre los seguidores de uno u otro bando hacen lo necesario para lograr que cunda entre los grupos la disensión. Esto es aprovechado por estratos sociales que no comulgan con quienes piensan diferente, teniendo en sus manos los recursos suficientes para acusar al que no quieren de todo lo que se les antoja. Es una constante que se ha venido repitiendo en la práctica diaria, sin que eso quiera decir que el motejado de revoltoso sea una perita en dulce, pues bien que trae lo suyo.
Bueno seamos imparciales, hasta donde se puede ser en este mundo donde el permanecer neutral gana el anatema de las dos partes y si es que ello es posible, en el mar proceloso en que se ha ido convirtiendo la política en este país, es considerada ni más ni menos que como una reverenda execración. Nada justifica el que toma con o sin violencia las instalaciones de un templo dedicado a exaltar la grandeza del Señor. Eso ahora y siempre será considerado como una profanación. Lo que puede pasar es que la humanidad ha avanzado en otros deleznables aspectos mundanos, dejando rezagados los valores espirituales. Para muchos, que han perdido el rumbo, nada significan aquellos enseres con los que se celebra la liturgia. Tumban lo que les impide avanzar en el desenfreno de una vida que no les garantiza la paz interior. Son los tiempos en que existen grupos que no se respetan ni a sí mismos. Tiempos de encono en que mirándose a los rostros no logran reconocerse los unos a los otros. Son tiempos sacrílegos en este país son los tiempos en que el Malo ha logrado meter su cizaña, pues no puede explicarse de otra manera el que alguien atente contra símbolos sacros sin la más mínima humildad, para fines estrictamente terrenales, cruzando el beatífico umbral de un centro religioso con intenciones más que aviesas.