Desde hace varias décadas los economistas identificaron un dilema fundamental en la arquitectura de las finanzas internacionales, al que denominan la ?trinidad irreconciliable? o la ?trinidad imposible?. Recibe estos nombres porque hay tres objetivos de política económica que son imposibles de lograr al mismo tiempo.
El primer objetivo que puede buscar un país es retener la independencia de su política monetaria, esto es, quiere estar en posibilidad de reducir las tasas de interés para luchar contra las recesiones, y elevarlas para atacar la inflación. El segundo objetivo es que le gustaría tener un tipo de cambio más o menos estable, esto es, evitar fluctuaciones erráticas en el valor de su moneda respecto a otras monedas, para no afectar negativamente las decisiones de gasto e inversión de sus agentes económicos. El tercer objetivo de política es contar con una convertibilidad total con el exterior, esto es, las autoridades desean asegurarle a las empresas y las personas que el dinero puede entrar y salir libremente del país, para aprovechar los beneficios del capital externo y evitar las oportunidades de corrupción que, inevitablemente, se asocian con cualquier intento de limitar el movimiento de capital.
Los países sólo pueden alcanzar, a lo más, dos de esos objetivos. Esto los obliga a elegir entre dos regímenes cambiarios: primero, un tipo de cambio flexible, que permite una apertura completa de las transacciones internacionales y deja al gobierno en libertad de usar su política monetaria, pero que implica renunciar a la estabilidad cambiaria; segundo, un tipo de cambio fijo, que compra la estabilidad a costa de la independencia monetaria, dejando en manos de las políticas públicas de otros países el destino de las variables monetarias internas.
Algunos añadirían una tercera opción, con un sistema de controles de capital, que permite algo de estabilidad cambiaria y algo de independencia monetaria, pero que no logra por completo ninguna de ellas y crea, además, otros problemas para la economía, como lo vivió Tailandia a principios de este año.
El ejemplo de Tailandia es interesante, porque desde hace años dejó flotar más o menos libremente su moneda, pero la entrada masiva de capitales en 2006 propicio una apreciación del Bath frente al dólar de más de 16 por ciento, por lo que su banco central se asustó a fines de diciembre y decidió imponer un impuesto a las entradas de inversión de cartera en los primeros días de enero. La decisión se revirtió muy pronto, ante la caída de 15 por ciento en un día en su bolsa de valores.
La lección de esta experiencia es clara. Si un país necesita mantener el libre flujo de capital, sea porque le conviene, o porque las restricciones simplemente no funcionan, sus autoridades quedan frente a dos alternativas: un régimen de tipo de cambio fijo y la flotación, lo que significa depender de la política monetaria externa en el primer caso, o aplicar la propia en el segundo. Hace unos años se pensaba que la opción de un tipo de cambio flexible era poco plausible para los países emergentes. La mayoría de los analistas no creía que estos pudieran manejar de manera independiente y responsable su política monetaria y flotar al mismo tiempo su moneda. Ello se debía a que la carga de la deuda en divisas extranjeras y el riesgo de la inflación por una depreciación fuerte de la moneda local, hacían que la flotación fuera inaceptable para dichas economías, puesto que las tasas flexibles son incómodamente volátiles y acaban por esconder, tras el velo de la inflación y la depreciación, los errores de las decisiones de políticas públicas internas en los países subdesarrollados.
La flotación, en cambio, es más viable para países con poca deuda externa, y una creencia fuerte de los inversionistas en la solidez de largo plazo de la economía, así como en el buen manejo de su política monetaria. Estas economías pueden, entonces, darse el lujo de las alzas y bajas del tipo de cambio, sin que ello trastoque su estabilidad monetaria.
Las varias crisis financieras que sucedieron durante la década pasada, tanto en América Latina, como en Asia y Rusia, donde la mayoría de las economías emergentes tenían un tipo de cambio más o menos controlado, hicieron que algunas de ellas optaran por dar más flexibilidad a sus monedas. No obstante, hoy todavía diversas naciones asiáticas, entre las que destaca China, se resisten a perder la estabilidad de su moneda, pero economías como México y Brasil optaron desde hace tiempo por un régimen de flotación, apuntalado en estos años por la enorme liquidez mundial y el fortalecimiento de los precios del petróleo y otras materias primas, que permitieron reducir su exposición de deuda en moneda extranjera.
Ello explica, en gran parte, que la experiencia hasta ahora de la flotación en nuestro país haya sido positiva. La volatilidad del tipo de cambio se ha mantenido en un intervalo relativamente estrecho y el Banco de México (Banxico) ha podido aplicar con libertad su política monetaria. No obstante, la elección de un tipo de cambio flotante requiere que no se descuide la administración prudente de dicha política, y menos cuando hay señales claras de un repunte de los precios. En ese sentido, es lamentable que la semana pasada Banxico haya vuelto a dejar sin cambio su tasa de referencia y relajara, para todo fin práctico, su meta de inflación del tres por ciento, al estimar que ?tanto la inflación general como la subyacente se sitúen entre 3.5 y cuatro por ciento al cierre del año?. Ello eleva el riesgo de que, más adelante, tenga que adoptar medidas correctivas, lo que minaría en parte la credibilidad ganada hasta ahora , así como mostraría que no supo mantener la disciplina monetaria necesaria para no minar la confianza de los mercados y operar sanamente en un régimen de flotación.