Frente a la falta de coordinación, seriedad y sentido común exhibida por las corporaciones policiacas luego del atentado en el que perdieran la vida dos agentes municipales, la noche del martes 20 de noviembre en la colonia Aviación de Torreón, uno ya no sabe si reír, enojarse o echarse a llorar.
La andanada de acusaciones, reclamos y hasta insultos desatada por el Ayuntamiento de Torreón y el Gobierno de Coahuila después de la ejecución de los policías no sólo ofende a los familiares de las víctimas, sino a la ciudadanía entera. Además, tristemente confirma lo lejos que está la realidad del discurso oficial en el que se habla de la voluntad de mejorar la comunicación entre las corporaciones, para así fortalecer la seguridad pública en toda la Comarca Lagunera.
Pero no es la primera vez que se da un enfrentamiento entre las autoridades municipales y estatales en este importante tema. Cabe recordar que desde el inicio de este 2007, los desencuentros entre ambas administraciones han sido la constante.
Primero fue el asunto de la utilización de los recursos del Fideicomiso para la Seguridad Pública. Mientras que el Ayuntamiento quería destinar gran parte de los 40 millones de pesos disponibles a cubrir el gasto corriente, el Gobierno Estatal condicionaba la entrega de su aportación a que el Municipio la invirtiera en parque vehicular y equipamiento. Varias semanas, funcionarios de ambos bandos sostuvieron una guerra de declaraciones al respecto, cada quien defendiendo su interés.
Posteriormente, una nueva discusión se generó en torno al proyecto de creación del Centro Regional de Control de Crisis, el cual se plantea como un lugar de mando desde donde se pueda dirigir los operativos conjuntos en casos de emergencia. Según el Municipio, el centro debería construirse en Torreón por ser la ciudad más grande de la región; el Estado prefería utilizar los terrenos en donde opera el Instituto de Estudios Superiores de Seguridad Pública, ubicado en el ejido San Miguel de Matamoros. Otra vez, llovieron argumentos de uno y otro lado. A fin de cuentas se impuso la segunda opción.
Otra situación que dejó ver la ausencia de intereses comunes y de voluntad fue el famoso plan para formar la Policía Metropolitana de La Laguna, mejor conocida como Metropol, en la que participarían los tres municipios de la zona conurbada -Torreón, Gómez Palacio y Lerdo- y las entidades de Durango y Coahuila. Dicho plan permanece en la congeladora, muy lejos del calor del entusiasmo mostrado en un principio.
Pero el incremento de la violencia protagonizada por bandas del crimen organizado en la región, obligó a los gobiernos a sentarse a discutir una estrategia conjunta que pudiera hacer frente a la creciente inseguridad. De ahí surgió a mediados de año el peliculesco “Código Rojo”, especie de alerta que moviliza a todas las corporaciones para atender una misma contingencia y cortar las posibles vías de escape a quienes cometan un delito grave. Con este código se pretendía tener una respuesta mucho más rápida a los reportes de homicidio, asalto o secuestro.
Con este historial a cuestas, la gota que vino a derramar el vaso lleno de recelos entre el Ayuntamiento y el Estado fue el trágico suceso del martes pasado. Dos policías municipales, asignados como escoltas del director de Seguridad Pública Municipal, Alfredo Castellanos, fueron acribillados a balazos cuando circulaban en una camioneta por las calles de la colonia Aviación alrededor de las 21:20 horas del citado día. Pese a la gravedad de la situación, el mentado “Código Rojo” fue activado casi una hora después. Este “detalle” fue el causante de la álgida discusión entre autoridades de ambos niveles de Gobierno que los medios ya han reseñado ampliamente. No es necesario decir que de los autores del atentado nada se sabe todavía.
Más allá de encontrar al culpable de la demora en la llamada de alerta o de cuestionar o defender la integridad moral de las víctimas, el acontecimiento y la polémica desatada en torno al mismo, puso de nuevo en evidencia, pero ahora quizá con mayor énfasis, la vulnerabilidad de las instituciones y la incapacidad de las mismas para establecer un frente común real de combate la delincuencia. Una vez más, el discurso quedó rebasado por la realidad y la estrechez de miras y los afanes politiqueros se impusieron al interés común y al entendimiento. Frente a este panorama, poco espacio queda para el optimismo. Sobre todo cuando se aprecia que la contundencia de la violencia criminal es respondida por quienes debieran contenerla de forma desarticulada e irracional.
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