Durante el encuentro celebrado el domingo pasado en la cancha del Estadio Azteca se develó la placa de las 100 representaciones de la reaparición de José Abramo Lira, silbante regiomontano, quien ha recibido una cantidad de oportunidades sin parangón en la historia del arbitraje mexicano.
Recuerdo a grandes jueces nacionales que desde su aparición en el máximo circuito acapararon los reflectores y tuvieron una continuidad inusitada, como fueron los casos de Enrique Mendoza Guillén y Fermín Ramírez Zermeño pero no es lo mismo la repetición constante de designaciones basada en la capacidad que el típico “denme otra oportunidad” que es el caso del famosísimo Pepe.
Abramo llega al arbitraje fruto de esa especie de fijación sicológica que tenía el entonces presidente de la Comisión de Árbitros, Edgardo Codesal, al creer que los jueces debían ser altos, fuertes y bien parecidos, como si para dirigir un encuentro de futbol se requiriera de un perfil hollywoodense, y así, entrando al estadio Universitario en San Nicolás de los Garza en compañía de su padre, José fue abordado por el hábil galeno quien a quemarropa le disparó la pregunta: ¿te gustaría ser árbitro?
La respuesta fue afirmativa, y esa especie de padrinazgo del mandamás de los nazarenos le sirvió al regio como “patente de corso” para hacer lo que le viniera en gana desde el principio de su carrera.
La paternidad putativa de Edgardo se extendió incluso cuando fungió como secretario general de la Femexfut pues para nadie era un secreto que continuaba manejando los hilos del arbitraje, y las oportunidades para el ahijado, simplemente menudeaban.
Justo es reconocer que el ojo clínico de Codesal no falló; efectivamente, en la persona de Abramo Lira existía la semilla de un árbitro que con el tiempo podría llegar a ser fuera de serie, pero el factor mental y no saber manejar los elogios y la fama repentina retrasaron y en algún momento casi perdieron la carrera de este caballero.
Su calidad arbitral y el fuerte respaldo recibido le ayudaron a obtener el gafete de FIFA, el cual se encargó de perder por cuestiones extracancha que han sido la marca de su carrera, impidiéndole dar todo lo que su capacidad sugiere en esta difícil y hermosa profesión.
“Bohemio de afición, amigo de las farras, de noche mi timón navega sin amarras” parece ser, al igual que la famosa canción de Martín Urieta, la divisa en la vida personal de José, la cual deja de ser privada cuando se adquiere una responsabilidad pública como es el arbitraje.
Pese a todo, creo que hay tiempo y madera para rescatar a este muy buen árbitro mexicano; quizá otros digan que se le han dado demasiados chances y estoy de acuerdo pero, fuera de las circunstancias que le han impedido dar el estirón, es un hecho que estamos en presencia de un excelente juez al cual esperan sus mejores días.
Ahora sólo queda esperar cuánto le va a durar la cuerda, pero si vuelve a las andadas y a la indisciplina, sería imperdonable que recibiera la enésima revancha. En sus manos está.