Vivimos días difíciles en el mundo, en nuestro país y en nuestras regiones. El crédito moral de la sociedad y sus instituciones jurídicas sufre mengua diariamente. Hay una tangible incapacidad del Estado para controlar la ola de criminalidad que se ha desatado en la República. Es una difícil encrucijada en la cual nadie cree en nadie y tampoco en nada. Dudamos de todo y de todos; más igual, por desgracia, todos estamos en riesgo de convertirnos en víctimas inocentes de la confrontación armada que tiene lugar en varias comunidades de la Nación.
De pronto, un político y empresario duranguense resulta baleado en la vía pública al ir de Torreón a Gómez Palacio, donde reside. Más de cien proyectiles balísticos impactaron el vehículo en que viajaba, acompañado de su señora esposa, según los casquillos recogidos por la Policía y el Ministerio Público de Coahuila; el empresario y su esposa resultaron con heridas leves, según las crónicas de prensa. Así nos enteramos de los hechos pero nadie dio santo y seña de los responsables. Movemos la cabeza resignados. Es lo ordinario en este tipo de sucesos; a esto nos tienen acostumbrados los cuerpos de seguridad que personifican la responsabilidad del Estado.
Después, todos seguimos en la diaria brega: el tiempo va a pasar rápido y la sociedad puede que olvide el acontecimiento en el clásico nadie sabe, nadie supo, hasta que nuevos hechos acaezcan más lejos o más cerca de nuestro ámbito social. Aquí los voceros gubernamentales solían decir mucho del blindaje conjunto contra la delincuencia a cargo de las todas las policías y fuerzas municipales, estatales y federales; pero ya ven, ayer despertamos con la noticia de que nuestra propia tierra no resulta ajena a los negros acontecimientos de moda y a sus diferentes riesgos. Tampoco sus habitantes.
No vivimos una mítica aventura, ni las víctimas en la guerra del Estado contra la delincuencia resultan ser extrañas a nuestras vidas: unas y otras personas pueden ser vecinos nuestros, aunque jamás los hayamos visto. La sangre derramada en estas confrontaciones y el luto doliente de sus familias ensombrece fatalmente nuestra propia existencia.
Parecía muy fácil convocar a la violencia legal para combatir contra la violencia antijurídica; pero la alta frecuencia en pérdidas de vidas, tanto de los servidores públicos que defienden la Ley y la justicia, como de los transgresores, dan prueba que ninguna sangre, así derramada, fortalecerá la existencia de un Estado de Derecho; por el contrario la violencia agosta, destruye y debilita la capacidad jurídica y moral del Gobierno para cumplir con el deber de tutelar el desarrollo armónico de la vida social mediante el cumplimiento de la Ley.
Por desgracia nadie parece saber, en concreto, a quiénes persigue el Estado por medio de las corporaciones de defensa social que establecen nuestros códigos penales. En otras palabras resulta urgente encontrar soluciones prácticas, viables e inmediatas.
¿No hay en los cuerpos policiacos sendos departamentos de Inteligencia? Si ésta es una guerra, la Inteligencia debería funcionar con éxito.