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Las lecciones de Marcel

Addenda

Germán Froto y Madariaga

La muerte de Marcel Marceau me dejó pensando en varias cosas.

La primera de ellas es que fue un hombre que vivió a plenitud, sobre todo porque muy pronto aprendió que es mejor amar lo que se hace que buscar lo que se ama.

Y él creó todo un estilo propio con su personaje de Bip. Sólo requería un maquillaje blanco, unos pantalones del mismo color con grandes botones, un chaquetín azul y un sombrero de copa maltratado con una flor roja.

Eso le bastaba para hacer reír y pensar al mundo.

Tuve el privilegio de verlo actuar, en su gira de despedida. Cualquiera pensaría al verlo, que le iba a fallar la elasticidad para realizar sus movimientos. Y sin embargo, no fue así.

Se movía por el escenario, como si fuera un joven de veinte años. Lo podía hacer porque amaba lo que hacía.

Nos enseñó también, el valor del silencio. Cuántas cosas se pueden decir sin hablar. En cambio en cuántos yerros incurrimos cuando hablamos sin pensar.

Finalmente, el gran mimo hizo el último acto de silencio. El definitivo.

Pero dejó tras de sí, la alegría que prodigaba en sus actos y una escuela que ya hizo historia en todo el mundo.

Cuántos problemas se podrían evitar si aprendiéramos el valor del silencio.

Cuántas veces nos metemos en problemas por no permanecer callados.

Cuántas ofensas proferimos por no recordar que “si no tenemos nada bueno qué decir de alguien, mejor permanezcamos callados”.

Somos muy dados sobre todo a juzgar a los demás y poco afectos a la autocrítica.

Tendemos, como dice la Biblia, “a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”.

El silencio tiene un gran valor en muchos aspectos de la vida. Hasta en la música. Para poder apreciar una sinfonía, requerimos del silencio, porque si las notas son continuas, termina por aturdir.

Todo el espectáculo de Marceau, estaba lleno de silencios. Con sus manos y gestos nos decía mucho más que si hubiera formulado monólogos.

Nos enseñó además el arte del vivir día con día. De vivir de su arte y no pretender más de lo que se tiene.

A ese respecto, citaré textualmente, una pequeña historia de Jorge Bucay, tomada de su libro: “Recuentos para Demián”, que a la letra dice:

“Dicen que Diógenes paseaba por las calles de Atenas vestido en harapos y durmiendo en los zaguanes.

Cuentan que una mañana, cuando Diógenes estaba amodorrado todavía en el zaguán de la casa donde había pasado la noche, pasó por el lugar un acaudalado terrateniente.

—Buen día – dijo el caballero.

—Buen día – contestó Diógenes.

—He tenido una buena semana, así que he venido a darte esta bolsa de monedas.

Diógenes lo miró en silencio sin hacer un movimiento.

—Tómales, no hay trampa. Son mías y te las doy a ti, que sé que las necesitas más que yo.

—¿Tú tienes más? –preguntó Diógenes.

—Sí claro –contestó el rico — muchas más.

—¿Y no te gustaría tener más de las que tienes?

—Sí, por supuesto que me gustaría.

—Entonces, guárdate las monedas que me das, porque tú las necesitas más que yo.

Y cuentan algunos que el diálogo siguió así:

—Pero tú también tienes que comer y eso requiere dinero.

—Tengo ya una moneda –y la mostró —, y ésta me alcanzará para un tazón de trigo hoy por la mañana y quizá algunas naranjas.

—Estoy de acuerdo, pero también tendrás que comer mañana y pasado y al día siguiente. ¿de dónde sacarás el dinero mañana?

—Si tú me aseguras, sin temor a equivocarte, que yo viviré hasta mañana, entonces quizá tome tus monedas”.

Así se vive el día a día, porque, como sabemos, el hoy, este momento, es lo único que nos pertenece.

Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.

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