El que la Arquidiócesis de la Ciudad de México ordenase el pasado domingo el cierre de las puertas de la Catedral Metropolitana hasta que se dieran las garantías de su seguridad, no fue sino una natural reacción, simple y de sentido común, a la ruidosa irrupción de las turbas obradoristas. Ya habían sido dieciocho las veces que los vociferantes habían invadido el recinto del templo católico más grande de América. Ante la pasividad de la Policía había que tomar una elemental precaución para evitar la repetición de tales hechos.
La respuesta a la agresión se imponía.
La Convención Democrática que López Obrador mandó escenificar en el Zócalo capitalino fue anunciada como el primer informe de Gobierno del “presidente legítimo”. No habiendo realmente nada qué informar si no fuese sólo reseñar su itinerante viajar por los municipios del país recogiendo firmas de apoyo para la creación de un esperado partido político, Andrés Manuel aprovechó la tribuna instalada en una esquina de la plaza para lanzar una inesperada arenga en defensa del petróleo y contra su supuesta e inminente privatización.
No importaba que dicha insistencia fuese diametralmente contraria a las reiteradas declaraciones del presidente Calderón de que no hay intención alguna de pasar a manos privadas los recursos petroleros.
Antes de que López Obrador tomara la palabra, la senadora Rosario Ibarra se había dirigido a la Convención. Fue entonces que la sonoridad de las campanas de Catedral llamando a Misa de 12 inundaron la plaza, tal y como acontece cada domingo, provocando la irritación de los convencionistas. El senador Dante Delgado del partido Convergencia, se acercó a la oradora y le susurró al oído unas palabras, tras de lo cual, coincidencia o no, ella alzó la voz para preguntar al auditorio si no habría qué averiguar si las campanas saludaban a la asamblea o simplemente la querían acallar.
Consecuencia de sus palabras, unas cien personas corrieron de inmediato a Catedral, irrumpiendo al interior, tirando bancas, pintando paredes y agrediendo a los fieles gritando las consabidas consignas obradoristas. A duras penas los feligreses lograron impedir que la turba alcanzara el Altar Mayor donde el Dean de la Catedral oficiaba Misa, en ausencia del cardenal Rivera Carrera quien se encontraba en Roma.
Los medios y la opinión pública han condenado en todos los tonos el atropello de las huestes, remarcando la complaciente actitud de Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del DF, y el silencio de Leonel Cota, presidente del PRD, quienes presenciaban el incidente desde el templete.
El violento suceso ocupó los reflectores y espacios en todos los medios nulificando con más eficacia que cualquier complot enemigo, cualquier efecto que pudiera haber tenido el discurso de López Obrador. Quitó el deseado impacto nacional e internacional de la Convención y puso en un brete al jefe de Gobierno del Distrito Federal y al PRD.
Tras del cierre de la Catedral ordenado por la Arquidiócesis, hecho éste como fue ampliamente difundido, que no había sucedido desde 1926, en plena guerra cristera, Marcelo Ebrard se vio obligado a retractarse de su altiva reacción inicial para ordenar el destacamento de la Policía bancaria y la instalación de un complejo sistema de 30 cámaras de video para la seguridad del interior y exterior de la Catedral. ¡Sorprendente ironía, proteger al templo de las huestes del PRD, el partido político del jefe de Gobierno del que ahora es miembro!
Por su parte, el secretario general del PRD, Guadalupe Acosta Naranjo, se deslindó y condenó los hechos, marcando así la distancia del ala que representa dentro de su partido de la polarización nacional que López Obrador incita.
Una vez más AMLO cosechó rechazo y no simpatías. Sus bonos siguen a la baja.
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