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Lecciones de la Corte

Jesús Silva-Herzog Márquez

El máximo Tribunal ha impartido una lección a la clase política. Tomó una decisión clave para la vida pública del país que no solamente ha corregido la plana al Congreso y a la Presidencia, sino que emite una señal bastante clara hacia el futuro. La Suprema Corte de Justicia ha pronunciado una resolución histórica que la confirman como institución clave. La impugnada democracia mexicana recibe un aliento desde su núcleo de neutralidad. Algunos cuestionan las credenciales democráticas de un Tribunal como el nuestro. Quienes lo integran no reciben votos de la gente, no pueden ser removidos de sus encargos y ocupan por largos años una alta responsabilidad. De ahí proviene la paradoja democrática: una institución que no se asume representativa, un órgano apartado estructuralmente de los mandatos electorales, una pequeña asamblea aislada de los apremios de la popularidad resulta el departamento mejor dotado para encarar las coacciones del corto plazo y las conspiraciones de los poderosos. Mientras los órganos tradicionalmente descritos como “políticos” fueron incapaces de cuidar el interés público al legislar sobre el cuarto poder, sometiéndose en buena medida a sus dictados, el débil órgano de la neutralidad, se constituyó en el fortín del Estado democrático.

Las lecciones son de una enorme riqueza. Hay vida política fuera de los partidos. El cambio democrático en el país tuvo un beneficiario concreto: los partidos. Se pensó que, para estimular la competencia, había que impulsar los, proteger a los partidos grandes de la amenaza de los chicos, estorbar el nacimiento de nuevas organizaciones y dotar a los partidos establecidos de una cauda de recursos para que se asentaran definitivamente como conductos de la contienda electoral. El resultado fue una tercia de partidos mimados, prácticamente inmunes al castigo de los votos, libres de la amenaza de nuevos competidores, puestos a engordar por jugosos subsidios estatales. Partidos obesos, democracia torpe. Nada podría hacerse sin su venia, nadie podría oponerse a sus dictados. El desenlace de la acción de inconstitucionalidad es un severo golpe a ese imperio partidocrático. Los argumentos de una minoría, la estructuración jurídica de sus razones tiene posibilidades de detener o moderar el imperio de los partidos.

El mismo mensaje se transmite a los poderes fácticos. Los señoríos empresariales o sindicales deben registrar el mensaje de la Corte. Por encima de los legisladores a los que pueden patrocinar o intimidar existe una institución independiente y decidida a ejercer su autoridad y defender el orden constitucional.

Si la Ley de Medios fue producida por una amplia coalición partidista, una pequeña red de testarudos pudo echarla abajo. Es significativo que ninguno de los tres partidos importantes adoptó la causa como suya. Fueron políticos más bien marginales del PAN y del PRI y ciudadanos independientes quienes promovieron la exitosa gestión judicial. La ausencia de reelección legislativa, el peso del dinero en las campañas electorales, la disciplina partidista dificultan enormemente la movilización del descontento en el ruedo parlamentario. Cuando los intereses de los partidos llegan a coincidir se conforman como un poder tan imbatible como el viejo presidencialismo. Si ellos se ponen de acuerdo, a callar. Por ello es tan encomiable la actuación de la judicatura. La intervención del Poder Judicial ha abierto una puerta promisoria para la canalización de la discrepancia.

Nos preocupamos mucho de aquello que divide a los partidos. Debemos preocuparnos más, quizá, por aquello que los une: sus intereses económicos, sus privilegios, sus padrinazgos. La inconformidad enfrenta esas coincidencias con un muro parlamentario, pero puede llegar a encontrar hospitalidad en los tribunales.

Construir leyes no es simplemente conformar mayorías. Al complejo ensamblaje de la mayoría necesaria, hay que agregar una complicación adicional: superar la prueba de la constitucionalidad. Ambos momentos son complementarios. El proceso parlamentario le da la razón a la mayoría; el proceso judicial rescata los derechos.

La Corte preparó prudentemente el terreno de su resolución. Mientras el Congreso actuó con una celeridad sospechosa en vísperas de un proceso electoral, la Suprema Corte tomó tiempo para resolver las impugnaciones a la Ley, abrió espacio a los expertos, divulgó el proyecto de sentencia, trasmitió por televisión las largas jornadas que dedicó al caso. Al final del día el Tribunal dio muestra de racionalidad. El debate tuvo momentos de lucidez. Valdría destacar la argumentación del ministro Genaro Góngora en contra de la concentración de los medios que da luz sobre el tipo de razones que debe ofrecer un Tribunal constitucional. Siguiendo la pauta del prestigiado jurista italiano Luigi Ferrajoli, Góngora asentó su razonamiento en la defensa de los derechos fundamentales. Cualquier discusión sobre los medios debe tener dos referentes: libertad de expresión y pluralidad. Esa pareja de valores no implica una simple abstención del Estado, sino un deber promocional: “La garantía del libre ejercicio del derecho a difundir y recibir información exige de los poderes públicos la emisión de las normas necesarias para impedir que otras fuerzas sociales obstruyan su ejercicio.”

La Suprema Corte ha recibido muchos aplausos en estos días. Pocos pueden dudar ya de la relevancia de su función política y de la voluntad de sus miembros de asentar su autoridad. Más allá de los respaldos o críticas que pueda suscitar su resolución más reciente, es necesario pedirle a la bóveda del orden constitucional mexicano una interpretación coherente de la Constitución que asiente, a partir de ahora, una nueva certeza.

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