Hay un cuestionamiento que flota en el ámbito de la política: ¿El encendido debate para los cambios en las leyes electorales que tiene lugar en el Congreso de la Unión constituye parte medular de una profunda reforma de Estado o sólo va a servir de apoyo para el fortalecimiento de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión con el traslado de las facultades, reales y virtuales, que antes ejerció el Poder Ejecutivo Federal?
Resulta evidente que el jefe del Poder Ejecutivo Federal ya no es la voz suprema en las decisiones trascendentes; ahora son los partidos mayoritarios quienes asumen la rectoría política del Estado a través de las deliberaciones de las dos cámaras legislativas del Congreso de la Unión. Lo que antes fue una obsecuente convalidación de los acuerdos presidenciales, parece ser hoy en día -democráticamente se supone- una libre y responsable discusión que concluirá en un ordenamiento legislativo ad hoc, solamente atacable por el veto presidencial o por personas físicas o morales que prueben resentir agravios por tal mandamiento, siempre que recurran a denunciarlo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y ésta les conceda el amparo de la Ley.
Pero el pueblo, aún sabedor de que este trámite forma parte de la división de poderes, mantiene la sensación de que va a caer de la cacerola al fuego. Ni los partidos, ni sus dirigentes, cuentan con la confianza total y absoluta de la sociedad, dado que no se han hecho merecedores a ella. Con el colmillo que afiló la gente en las sucesivas experiencias de los años torales de 1929 al 2000 no le resulta fácil abandonar su destino en manos de políticos y politicastros de todos los rangos y todos los orígenes conducidos Dios sepa cómo y hacia dónde por dirigencias partidarias poco confiables.
Quisiéramos los mexicanos que pudiera ser funcional y eficiente la corresponsabilidad gobernante entre los tres poderes de la Unión y que éste ejercicio de autoridad tuviera como inspiración central el beneficio de toda la sociedad; pero hemos visto que nuestros políticos se extravían en el callejón de las reyertas vacuas, de los intereses creados, de la perfidia en la lucha por el poder y se atiende mal la oportunidad de servicio que las responsabilidades públicas significan para cualquier zoon politikón bien intencionado.
Quienes son pérfidos en la actividad política lo evidencian al ocultar las verdaderas intenciones del cambio en la legislación pública. Hay viejos zorros de la política con apariencia de jóvenes que buscan la consolidación del poder decisorio que tienen entre las manos -léanse el Congreso y los organismos que dependen de su autoridad- no para encauzar a la República en el camino de las instituciones, sino para perseverar en las conquistas partidistas antes obtenidas, palpables en la entrega de subsidios, empleos, canonjías y prebendas para sus leales corifeos.
Otros comentaristas lo han dicho, y no soy capaz de contradecirlos: los diputados y senadores atinaron en construir un dique al gasto excesivo de publicidad a pretexto de las campañas electorales pero fallaron al destinar los ahorros en beneficio de los partidos políticos y de los organismos electorales.
Han dado en el blanco al evitar la repetición de errores del pasado en lo que está por venir; pero yerran al intentar constituirse en sumos pontífices de la voluntad democrática del pueblo, pues esto significaría un retroceso a los tiempos en que el Poder Ejecutivo de la Federación y de los estados organizaba, supervisaba y dictaminaba los procesos electorales.
Hoy o mañana o después serán aprobadas las reformas electorales en la Cámara de Diputados y luego se enviarán a la Cámara de Senadores para su estudio y eventual aprobación. En lo general la opinión pública se ha manifestado opuesta a los términos en que están redactados algunos artículos de la Ley de Instituciones y Procedimientos Electorales y es de esperar que las observaciones hechas en los editoriales periodísticos o en declaraciones de sectores sociales de crédito sean atendidas en mérito a su positiva intención. Desecharlas por no aquilatar su valor intrínseco sería negar la sustancia del sistema democrático que deseábamos tener.