Luego del shock inicial tras la masacre ocurrida en el Virginia Tech, vinieron las interrogantes e indagaciones de rigor: ¿cómo pudo haber ocurrido algo así? ¿No se podía haber evitado? ¿Qué más podrían haber hecho las autoridades para impedir o al menos limitar la carnicería?
A medida que avanzó la semana, fueron apareciendo pistas, claves, evidencias, que se supone nos dan luz sobre el perpetrador de la peor matanza de su tipo en la historia de Estados Unidos: un joven sudcoreano de 23 años (aunque asentado en EUA desde hace 15) llamado Cho Seung-Hui.
A partir de testimonios de quienes lo trataron, emerge un retrato casi unánime del asesino masivo: Cho era completamente antisocial, un solitario que no hablaba con nadie, que había importunado a algunas estudiantes y que en un momento dado había hecho que algunos compañeros desistieran de ir a clase porque él les daba miedo.
También salió a la luz que había escrito un par de obras de teatro (aunque, la verdad, llamarlas así es mucho decir) que exudaban groserías y una violencia más bien bizarra. En una de ellas, un adolescente intenta matar a su padrastro con una barra de avena sabor plátano (así dice textualmente; si no tienen nada mejor que hacer y tampoco muy buen gusto literario, pueden leer esas atrocidades en http://newsbloggers.aol.com/2007/04/17/cho-seung-huis-plays/... si no las han quitado para estas fechas las buenas conciencias). Según testimonios de sus compañeros, si desde antes algunos ya pensaban que el tipo no estaba muy bien de la azotea, con esos mamotretos confirmaron que era realmente peligroso. De hecho, ante esa reacción, la maestra de esa clase pidió que no regresara al grupo y cursó la materia en una tutoría personal.
Para acabar de fruncir lo arrugado, hace año y medio Cho fue internado temporalmente en una institución siquiátrica, luego que un compañero de dormitorio les avisara a las autoridades correspondientes que Cho presentaba tendencias suicidas.
Con todas esas “señales”, ¿por qué no se hizo nada al respecto? ¿Por qué se le permitió comprar dos armas semiautomáticas? ¿Cómo es que la universidad y las autoridades lo dejaron merodear libremente por el campus… incluso vivir en uno de sus dormitorios? Digo, es el único caso de asesino serial que conozco del que sus vecinos no dicen, luego de hacer y descubrirse sus travesuras, que “era un tipo tranquilo y reservado”. En serio.
A toro pasado todo mundo es Manolete. Y cualquiera resulta Nostradamus si predice los hechos una vez que ocurrieron. Por ello creo que deberíamos analizar el asunto desde varios puntos de vista y con algo de frialdad.
Las autoridades policiacas, locales y de la Universidad (que tiene, como muchas por allá, su propia fuerza de seguridad), arguyen que nunca hubo ninguna denuncia oficial. No existía registro de que el tipo hubiera actuado violentamente contra nadie (excepto contra la literatura). Que escribir atrozmente no es ningún delito (si lo fuera, nuestras cárceles estarían a reventar, créanme) y que Cho no había amenazado a nadie. El tipo era raro, sí. Pero legalmente no se puede actuar contra alguien por ese solo hecho… que es en sí mismo completamente subjetivo y bastante discutible.
La Universidad, a su vez, argumenta más o menos lo mismo, pero calla prudentemente otras razones que pudo haber tenido para no poner a Cho de patitas en la calle: como era asiático, si Virginia Tech lo hubiera expulsado, ello podría haberle ganado a la institución un escándalo por racista o discriminadora, si no es que una demanda por daños civiles. Y claro, también está el inviolable derecho norteamericano a ser tan individual y diferente como a uno le dé la gana. La Universidad no tenía margen de acción, la verdad. En todo caso, recuerden que la culpa de que el niño salga mal siempre es de la escuela, tanto si actúa como si no. Al menos así es en México.
¿Y quienes le vendieron las armas? Cho cumplió con las (escasas) reglas que impone el estado de Virginia para adquirir esos juguetitos. Uno de los armeros dijo que el tipo le pareció cortés y callado y luego de hacer el chequeo sobre su identidad (lo que le tomó un minuto), le entregó el arma. O sea: mientras uno pruebe que es quien dice ser y no entre aullando enloquecido a la armería, no hay problema. Lo raro es que sólo compró dos pistolas, una de ellas de bajo calibre. Digo, podía haberse conseguido rifles de asalto o hasta bazukas. Quizá el límite de la tarjeta de crédito fue lo único que salvó más vidas.
De manera tal que nos enfrentamos con que hubo, en apariencia, señales inquietantes mucho antes de la matanza. Pero no había recursos ni medios institucionales para hacer nada al respecto… hasta que empezaron los balazos. ¿Vamos bien? Okay.
Seguramente (y no me tiembla la mano al escribir “seguramente” en lugar de “probablemente”) el amigo lector tuvo, en algún momento de su vida escolar, a un compañero de escuela como Cho. El inadaptado, el aislado, el antisocial, el que se refugiaba detrás de sus gafas oscuras en un rincón del patio y al que se le ponían apodos al respecto... aunque lejos del alcance de sus oídos, por aquello de no te entumas. Nadie se relacionaba con él, nadie se podía llamar su amigo. Dibujaba swásticas y calaveras en sus cuadernos Scribe. Se sospechaba que era mariguano, pero no traficaba ni ofrecía. No se aparecía en ninguna reunión, ni se veía interesado en el sexo opuesto. Su vida personal era un perfecto misterio. No se le conocían raptos de violencia, ni había golpeado nunca a nadie... pero había algo inquietante en su conducta que hacía que la mayoría le sacara la vuelta. ¿Voy bien?
Ahora contésteme esto: ¿alguien pidió su expulsión? ¿La escuela llamó alarmada a los padres, para decirles que se lo llevaran porque sus condiscípulos lo encontraban creepy? ¿Verdad que no?
Y eso es porque, muy en el interior, todos sabemos que “raros” va a haber en toda sociedad. Gente que nada más no se integra a sus grupos correspondientes (de edad, de profesión, de vecindario) siempre va a existir. Y no podemos segregarlos todavía más. Llámenlo compasión, llámenlo indiferencia. Pero solemos aceptar, mal que bien, a los Cho Seung-Hui entre nosotros.
Muchos de los cuales, además, luego terminan siendo ciudadanos que una mayoría podría definir como “normales”. Resulta que su tenebrosa actitud era una forma de disfrazar la maldita timidez al cubo que aqueja a muchos adolescentes. O que padecía de una enfermedad nerviosa que fue finalmente tratada. O que, al descubrir el amor y el rollo de las florecitas y las abejitas, se reconcilió con el mundo. O que le operaron el tumor que le oprimía el lóbulo frontal derecho desde que tenía doce años. O que... vaya uno a saber. Algunos raros se vuelven normales y viceversa, sin que haya poder humano que lo explique.
Alguien me decía que lo extraño era que ese tipo de eventos no fueran más frecuentes en los Estados Unidos, por dos razones: la alienación espeluznante que provoca en muchos individuos esa sociedad materialista, hedonista, vacua y enajenante y la facilidad con que se pueden adquirir armas de fuego.
Buena reflexión: quién sabe cuántos Chos andan por aquí en Torreón, frustrados y desarraigados; pero basta un triunfo del Santos (y que caigan en manos de las masas ululantes de festejadores) para ser integrados a un grupo no muy recomendable pero sí muy apapachador. Y claro, bendito sea Dios, a nadie se le ocurre iniciar una incursión a la escuela que detesta, armado con una resortera. Aunque hay muchas armas de fuego en este país, generalmente están en las manos pertinentes: el ejército, la policía y los narcos. Los ciudadanos comunes y corrientes (y los creeps lo son hasta que prueben lo contrario) no tenemos fácil acceso a ellas.
La cuestión es que habría que tomar en cuenta estas consideraciones a la hora de criticar: siempre hay Chos entre nosotros. Qué los hace volverse monstruos, qué es lo que pasa por la mente de esa gente y qué los hace reventar de pronto, es algo que nadie, nadie puede ni podrá entender jamás. Así de simple.
Consejo no pedido para jugar boliche en Columbine: Vea “Elefante” (Elephant, 2003), de Gus Van Sant, interesante y profunda anatomía de una matanza escolar. Provecho.
PD: ¿Para cuándo el par vial Tecnológico-Gómez Morín? ¡Sembrar (y regar) los jardines colgantes de Babilonia tomó menos tiempo!
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