Como signo de la oprobiosa manera en que nos estamos volviendo viejos y recordándonos que hay de famas a famas, de permanencias a permanencias, la semana pasada el artista norteamericano Andy Warhol cumplió veinte años de haber pasado a mejor vida.
(Siempre me ha intrigado la expresión ?pasar a mejor vida?. ¿Es eso cierto? Claro que en el Otro Mundo no se trabaja, no se pagan impuestos, ni hay que escuchar los lloriqueos de corruptísimos líderes sindicales proclamando su inocencia y denunciando complós en contra de su buen (¡¿?!) nombre. Sí, supongo que es mejor que ésta).
Para quienes no les suena el nombrecito, Warhol fue durante los sesenta y setenta el representante principal del Arte Pop y el embajador más conspicuo del estridentismo vanguardista. Nos guste o no, el hombre de palidez cerúlea y cabello de flamazo de bóiler representó por sí solo una época que marcó un cambio en la deriva del arte occidental. Algunos dirán que más bien marcó la deriva (en el sentido náutico popular de ?sin rumbo?); pero como que ello estaría a discusión. Y algo de eso hemos de tratar este domingo.
Sin duda la faceta más conocida de la obra de Andy Warhol son sus famosas serigrafías de latas de sopa Campbell?s y fotos de Marylin Monroe en colores chillones y al alto contraste. Y lo son, porque le pegaron muy duro a la psique de artistas, críticos y hombres de la calle por igual: en el siglo XX, lo común y popular (de ahí lo de Arte Pop) es tan artístico como las magníficas creaciones de los grandes maestros. Y por tanto, de lo vulgar se puede crear arte para las masas, que después de todo están bombardeadas por vulgaridad desde que nacen. Así que ¿por qué no darle relieve estético a lo pedestre?
Propuesta que le cayó como anillo al dedo a una época que de la experimentación y la transgresión hizo una forma de vida. Para pitorrearse de lo que se daba en llamar ?arte?, ¿qué mejor que desvirtuarlo en su esencia tradicional, volviendo estéticamente valioso lo banalmente cotidiano? (?Art is fart?, decía el buen Andy). En contraposición a lo que Holllywood decía que era el cine, ¿por qué no hacer (¡y exhibir!) una película cuyo contenido era ver a un fulano dormido por una noche, o la toma inmóvil del Empire State Building durante ocho horas? Como demostración de que se puede hacer arte ahora-sí-que con cualquier cosa, varias de sus pinturas incluían la reacción química de la orina de sus amigos, que suministraban tan valioso material (y su puntería y buen pulso, supongo) para el acto de creación. Y para burlarse de cómo empezaba a volverse una plaga la sobresaturación de imágenes de los Famosos (algo que comentábamos el domingo pasado), acuñó su sublime Frase Célebre: ?En el futuro, todos van a ser famosos por quince minutos?. Que no sabemos si fue cinismo, predicción del futuro o triste aviso de los tiempos que nos esperaban, en los que vía Internet se vuelve célebre un chiquillo chillón al que tiran al agua desde un tronco de árbol. O un borracho australiano que se bajó del barco para jugar luchitas con un tiburón?
Algunos dirán que Andy se adelantó a su tiempo, supo ver qué iba a pasar con la masificación de prácticamente todo (empezando por el arte) y actuó en consecuencia. Yo tengo mis dudas. Ciertamente se consideraba a sí mismo un pionero, la punta de lanza de una serie de disrupciones que empezaban a darse en los sesenta (fue uno de los primeros artistas gays famosos en salir del clóset). Y creo que buena parte de los escándalos que provocaba no tenían siquiera ese carácter, sino que formaban parte de un calculado tanteo para calar hasta dónde eran capaces los medios y el culto público de tomarlo en serio: lo que en mi pueblo se llama ?cocorear?. Pero considero que le hubieran sorprendido los niveles de complejidad y vacuidad (simultáneos) que ha alcanzado el fenómeno artístico en nuestros días. Me late que se desmayaría al ver los precios que alcanzan las obras de algunos de sus discípulos putativos? muchos de los cuales recurren a las mismas triquiñuelas para hacerse publicidad y elevar el precio de sus creaciones. Nada nuevo bajo el sol por ese lado.
Warhol supo sacarle jugo a su fama (que duró mucho más de quince minutos) para promover diversos artistas, tendencias y modas (desde Lou Reed y The Velvet Underground hasta la disco ?Studio 54?), convirtiéndose en el primer artista plástico desde Picasso que era conocido por las masas sin que éstas hubieran visto (si acaso) más que una obra o dos del autor. En el proceso se hizo inmensamente rico: siguiendo la Primera Ley Anfibia de la Economía (?Según el sapo es la pedrada?), le enjarretaba obras carísimas a los ricos y famosos con los que departía, y que de repente le servían de modelos. Warhol demostró que los cánones estéticos contemporáneos no tienen nada que ver con preceptos abstractos y sí con la oferta y la demanda: bastaba con que el artista fuera conocido y reconocido para que la obra se vendiera a precios estratosféricos.
Todo lo cual no ha dejado de molestar a los puristas desde entonces? y sigue suscitando polémica. Hay quienes dicen que lo que perciben como envilecimiento del arte tiene que ver con la manera en que Warhol desvirtuó cánones y principios. Otros apuntan a que su iconoclastia le dio malacanchoncha a los mediocres de toda laya, que vieron ahí su ventana de oportunidad, inundaron el mercado (y los sentidos de muchos pobres inocentes) y no pocos hacen que la mata siga dando. Otros más alegan que sin el espíritu burlón e irreverente de Warhol, mucho del arte contemporáneo hubiera seguido o en la marginación o en el olvido y la indiferencia.
Parte del debate se debe a que el mismo Warhol se cuidaba horrores de dar una interpretación lúcida de su propia obra. En ocasiones no se sabía si, al hablar de ella, lo estaba haciendo en serio, se estaba burlando del interlocutor o no sabía ni qué rayos decía. Y eso, por no decir nada de que mucho de lo atribuido a Warhol no fue realizado por él, sino por un ejército de ayudantes que seguía sus instrucciones (la famosa Factory), en lo que no dudamos en llamar una línea de producción artística? lo que, según los modelos tradicionales, resulta una contradicción en los términos. Pero ahí sigue en numerosos museos.
Total, que a pesar de que sus detractores aseguraron que la obra y huella de Andy Warhol sobreviviría únicamente los proverbiales quince minutos posteriores a su muerte (que ni fue trágica ni dramática ni sensacional: simple negligencia médica en una aburrida operación de la vesícula), a veinte años de que dejó de dar la función, resulta innegable que su legado permanece entre nosotros. Para bien o para mal, eso sí. El jurado aún está deliberando. Y lo seguirá haciendo mientras sigamos sintiendo una extraña fascinación ante ciertas mutaciones de lo cotidiano en artístico; en tanto no podamos dejar de ver una sopa de lata Campbell?s y pensar primero en un casi-albino con pelo flamígero, y luego en los espárragos que tiene dentro. Los cuáles, por cierto, según mis memorias de la infancia, eran más numerosos y más grandes hace cuarenta años, ¡bah! Ni eso respeta el tiempo.
Consejo no pedido para que lo conviertan en instalación: por simple sanidad mental y sentido del aburrimiento, no vea ninguna película de Warhol. Acá llegaron a pasar en el Cine Buñuel la cinta ?Trash? (Basura, 1970) y creo que la mitad del auditorio se salió (a vomitar) a media película. En fin, su estética no era para las masas. Mejor vea ?The Doors? (1991), de Oliver Stone, donde el personaje de Andy tiene una breve aparición. Provecho.
PD: Patético: Adultos agarrándose a golpes en una fiesta de quince años como si fueran adolescentes irresponsables y patanes. ¿Ese ejemplo se les da a los jóvenes? ¿Y se extrañan de los monstruos de egoísmo e insensibilidad que están criando? ¿Y todavía pretenden que la escuela les enseñe valores a sus hijos? Despierten, señores. ¡Y ya maduren!
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