Hoy, 25 de marzo, se conmemora el cincuenta aniversario de la firma del Tratado de Roma (aunque sería más correcto hablar de los Tratados), mediante el cual se constituyó la Comunidad Económica Europea. Seis países, una docena de años después de la peor guerra de la historia, decidieron unir sus economías y destinos para forzar a sus todavía rencorosas naciones a conjuntar esfuerzos para que semejante calamidad no se volviera a abatir sobre ellas y sacarle provecho al potencial económico que ahí estaba, pero permanecía latente. Fue el primer paso para la constitución de lo que hoy llamamos la Unión Europea, un ejemplo de progreso que, a pesar de todos sus inconvenientes, sigue atrayendo seguidores: los seis pasaron a ser veinticinco y todavía hay lista de espera para ingresar. Ustedes dirán si fue un éxito o no.
Como ya lo habíamos comentado antes en este mismo espacio, la creación de la Comunidad Europea partía de una premisa esencial: en cosa de treinta años, entre 1914 y 1945, Europa se había suicidado dos veces. El continente había quedado no sólo devastado demográfica, económica y materialmente; sino que había cedido la hegemonía mundial, que había detentado durante cuatro siglos, a dos potencias no europeas: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Para evitar que volviera a darse una gran guerra entre estados europeos, se pensó en unir sus economías. Lo dicho: uno no mata a su cliente principal, ni le hace la vida de cuadritos (ni mucho menos la termina) al proveedor del que depende que jale la fábrica. Además, para enfrentar la hegemonía americana (en esos momentos, más del 40 por ciento de las manufacturas mundiales eran Made in USA) había que arrejuntarse para no resultar aplanados. Esas consideraciones, más una brillante generación de estadistas (estadistas, no políticos, que son los que aquí nos sobran y para maldita la cosa que nos sirven) bien bragados, que privilegiaron el bienestar de sus pueblos sobre la ideología y el chauvinismo, condujeron a que hace medio siglo, en la Ciudad Eterna, se decidiera el futuro de Europa.
El proceso había comenzado cinco años antes, con la creación de la Comunidad del Carbón y el Acero: nada tontos, uniendo las que entonces eran las principales materias primas del continente. Esa fue la base para la CCE y ya encarrerados, también se creó la Comunidad Europea de Energía Atómica (Euratom). Los tres acuerdos se conjuntaron en Roma hace medio siglo. Por eso decimos que sería más correcto hablar de los Tratados. Pero en fin, la fuerza de la costumbre…
Los seis países fundadores eran notables por la historia reciente que habían compartido: Alemania (la Federal era la firmante, of course) había invadido y ocupado a los otros cinco, menos de veinte años antes. Francia y Alemania habían sostenido tres guerras en tres generaciones (1870-71, 1914-18, 1939-45) en las que a los irreductibles galos les había ido como en feria. Holanda y Bélgica todavía recuerdan con amargura la ocupación germana y eso que ahí fue mucho más leve que en otras partes del Continente.
Los italianos vivieron las atrocidades de la ocupación nazi luego que dieran el chaquetazo al bando de los aliados en 1943. Decenas de miles de judíos franceses y holandeses terminaron en los campos de la muerte, otros miles de patriotas de la Resistencia en las mazmorras de la Gestapo. Agravios había para aventar p’arriba. Pero los estadistas alemanes y franceses (en especial) decidieron que, para acabar con los odios y rencores ancestrales, era necesario tomar medidas contundentes y profundas. Y se aventaron el trompo a la uña de unir sus economías, con el proyecto a largo plazo de ampliar los vínculos… aunque supongo que en esos entonces nadie pensó, ni en sus más guajiros sueños, que a estas alturas hubiera una moneda común europea, el euro; un pasaporte comunitario que permite libre circulación y residencia; que países atrasados alcanzarían la prosperidad gracias a su incorporación y que los turcos estuvieran gritando y pataleando por ser admitidos. La verdad, ¡cómo han cambiado las cosas en estos cincuenta años!
Ahora bien, la expansión fue gradual y el camino estuvo lleno de baches. La Gran Bretaña tuvo que esperar a que De Gaulle se muriera todito antes de ser admitida. El pueblo (no el Gobierno) de Noruega ha votado en dos ocasiones negándose a entrar. La mitad de los 25 miembros de la EU actual no se han incorporado al sistema euro. Y claro, está el reciente rechazo francés a la Constitución de la UE, como prueba de que todavía existe mucha desconfianza entre los ciudadanos, que temen perder identidad y poder de decisión ante la aplanadora de los euroburócratas en Bruselas, o las decisiones alucinantes del Parlamento Europeo de Estrasburgo. Las viejas costumbres tardan en morir.
Sin embargo, hay un pequeño detalle que no podemos soslayar: ningún país europeo ha atacado a otro en los últimos 62 años. Es el período de paz más largo desde la Edad Media, cuando ni países había en realidad, para empezar. Dos tercios de siglo sin balazos se dice pronto, pero es algo excepcional en un continente en el que, en una extensión territorial dos veces el tamaño de México, conviven (o han tratado de hacerlo) más de tres docenas de grupos etnolingüísticos distintos… y algunos muy belicosos, todo hay que decirlo. Dos generaciones de jóvenes europeos crecieron, echaron panza, se divorciaron y malcriaron nietos sin el temor de ser llamados a las armas para morir matando al enemigo ancestral, al Poilú, al Boche. Y todo ello, en medio de una prosperidad creciente. Acá en América no tenemos ni idea de lo que eso representa.
El Tratado de Roma, además e irónicamente, le dio a los europeos un nuevo sentimiento de autoidentidad y seguridad en sí mismos: después de que los Estados Unidos les habían sacado las castañas del fuego en las dos guerras mundiales (no hay manera de ver cómo habrían terminado esos conflictos sin los gringos desembarcando en Francia), se avinieron a vincularse con ellos para pelear juntos la Guerra Fría, vía la OTAN. Pero cuando la amenaza soviética fue a dar al basurero de la historia, se le pusieron al brinco a los americanos: Francia encabezó la oposición a la invasión de Irak y la mayoría de los antiguos aliados se hicieron locos a la hora de apoyar esa locura. Únicamente los británicos les siguieron el juego. Es difícil concebir esa reacción (aunque de los franceses es posible esperar cualquier reacción) sin los vínculos y la fortaleza creados por la Unión Europea.
Ello explica la indignación de no pocos americanos ante la oposición francesa a la aventura iraquí: “¡De no ser por el soldado Ryan, ustedes estarían hablando alemán!” era el comentario generalizado de este lado del Atlántico. Pues será. Pero Europa demostró que podía seguir un camino independiente del seguido por su antiguo aliado americano.
El cual respondió desdeñoso que ésas eran las opiniones y malas mañas de “la vieja Europa”. La “nueva” (Polonia, la República Checa, los países que estuvieron del otro lado del Muro y no perdieron tiempo en asociarse a la OTAN y el sistema de seguridad gringo) sí estaba dispuesta a fletársela con ellos. De ahí mi pequeño (y malo) chiste del título.
Claro que las cosas no son tan simples. La “nueva” Europa se integra con enorme rapidez a la “vieja”. Estados Unidos no parece entender eso (como no parece entender tantas cosas). Las relaciones entre esos dos polos de poder tienen que reconsiderarse y refinarse. Los lamentables sucesos de Yugoslavia y cómo los manejaron europeos y americanos, evidencian que urge una reingeniería de los vínculos transatlánticos. Y como están las cosas, no se ve cuándo se emprenda ese esfuerzo. Me temo que tendremos que esperar a que la Casa Blanca sea ocupada con alguien que posea un IQ superior a 91.
La cuestión es que Europa y el mundo son otros gracias a la audacia y bravura de quienes, hace medio siglo, firmaron el Tratado de Roma. Y ni para cuándo esperar que veamos algo semejante en otra parte del mundo.
Consejo no pedido para que lo conviertan al euro: Vea “Europa, Europa” (1990), con Julie Delpy. El título está bueno, ¿no? Provecho.
Correo:
anakin.amparan@yahoo.com.mx