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Los días, los hombres, las ideas| Erotismo pasionudo fuera de órbita

Francisco José Amparán

Me late que ha de ser una gringada eso de que, en la tierna infancia, todos los niños quieren ser bomberos cuando sean mayores. No es por demeritar la esforzada profesión de los tragahumo, pero en mis más recónditas memorias no recuerdo a ningún contemporáneo de principios de los años sesenta deseando ponerse traje de hule, portar hacha y aguantar el volátil temperamento de los perros dálmatas. Seguramente intuíamos que esa vocación era mal pagada y estaba rodeada de indiferencia e ingratitud? como casi todas las que implican darle servicio desinteresado al prójimo en este país.

Siendo hijos de nuestra era, muchos de los nacidos en la segunda mitad de los cincuenta lo que queríamos era ser astronautas. En aquellos entonces soviéticos y norteamericanos libraban una auténtica carrera por ver quién obtenía más logros fuera de los límites de lo terrestre. Y seguíamos con vívida atención los pormenores de lanzamientos (con Pedro Ferriz Santacruz haciéndola de Ángel Fernández científico), caminatas espaciales, ensayos de acoplamiento de módulos y, finalmente, en 1969, el primer alunizaje? en su momento, el evento que más seres humanos habían presenciado en la historia. El pasado Superbowl congregó a más gente, sólo para ver cómo se derretía (muuuy previsiblemente) la ofensiva de los Osos de Chicago. ¡Cómo cambian las prioridades!

Cabe hacer notar que en aquellos lejanos y felices tiempos, astronautas y cosmonautas (americanos los primeros, soviéticos los segundos; y no, aún no había taikonautas) eran para nosotros auténticos héroes de la vida real, que se jugaban la vida a cada instante que andaban fuera de la atmósfera (y cuando reingresaban a ella; así murió un cosmonauta en 1967). Los posteriores accidentes del Challenger (1986) y el Columbia (2003) no hicieron sino recordarnos que andar saliendo de nuestro viejo y maltratado planeta continúa siendo una peligrosa empresa, digna sólo de audaces y arriesgados.

Cuya preeminencia, sin embargo, ha pasado a tercer o cuarto plano. Pregúntenle a cualquiera (fuera de Houston y Baikonur) cuántos seres humanos andan allá arriba dando vueltas en estos momentos (ya no digamos los nombres) y se enfrentarán con caras en blanco o de absoluta estupefacción. Lo que les ocurra o deje de ocurrir a esos esforzados (a menos que se desintegren) le tiene muy sin cuidado a la mayoría de la gente.

Lo que contrasta con lo que sucedía hace cuarenta años, cuando nos sabíamos vida y milagros de los pioneros, seguíamos la carrera espacial como si de semifinales mundialistas se tratara y podíamos explicar las funciones del Módulo de Mando y el Módulo de Servicio mejor que las del Béndix (que sigue siendo para mí un misterio) en el automóvil del papá. Y eso que el Béndix solía impedir (por aún ignotas razones) que arrancara el automóvil del papá.

Esa apatía creo que tiene dos orígenes. Por un lado, una vez alcanzada la Luna, ya no hubo objetivos espectaculares ni misiones ?fuera de lo común? (habría que cuestionarse las comillas). Los soviéticos habían aventado la toalla mucho antes y eso le quitó emoción a la carrera. Para el quinto viaje a la Luna, aquello ya parecía corrida Acámbaro-Puruándiro de la notoria línea de autobuses Flecha Roja (aunque igual de peligroso, ojo). Se acabó el interés, dejamos de ser niños ilusos y la siguiente generación no vio cohetes más que en los días patrios. Ahí quedó un hueco que ya nadie ha llenado.

Por otra parte, la susodicha siguiente generación se acostumbró a ver el espacio como poblado por todo tipo de seres que, jalando una palanquita, volaban a la velocidad de la luz y podían esquivar campos de asteroides como si de retenes torreonenses se tratara. Para los amamantados con la saga de Star Wars, lo más natural era que en el espacio anduvieran no científicos super-entrenados y seriezotes; sino aventureros sinvergüenzas, seductores de princesas, acompañados de alfombras peludas ambulantes y gruñidoras.

Los de la vieja guardia, pese a gozar como locos del universo (perdón, la galaxia) creada por George Lucas, seguimos fieles a nuestras raíces. Y continuamos considerando a quienes aún se animan a entregar el bofe varios años de su vida, con tal de pasar unos días allá arriba, como auténticos héroes.

Por eso para muchos de nosotros constituyó un auténtico shock todo el affaire de Lisa Nowak. Esas cosas no deben pasar entre modelos de disciplina, esfuerzo, dedicación y audacia.

Como seguramente ya lo sabe el amable lector, Lisa Nowak es una astronauta que volara el verano pasado en esa nave Onapaffa llamada transbordador espacial. Ya cuarentona, casada y madre de tres hijos, de alguna manera a la señora Nowak se le alborotó la hormona por un compañero de entrenamiento llamado Bill Oefelein. Quien algo ha de tener, algo ha de tener el pillín, porque también era el objetivo amoroso de otra astronauta en vías de entrenamiento (aunque trece años más joven que Nowak) llamada Colleen Shipman.

Lisa Nowak se enteró de esos requiebros y de los planes de viaje de su rival de amores. Y se aprestó a? no sabemos qué. La verdad, el asunto no parece tener pies ni cabeza. Nowak se puso uno de los super-pañales que se usan en las misiones espaciales (para no perder tiempo haciendo esas cosas en gasolineras y establecimientos similares), agarró su automóvil y manejó cerca de 18 horas (¡de Houston a Orlando!) para recibir a Shipman cuando ésta llegara al aeropuerto de las tierras regidas por Mickey Mouse. Ahí Nowak se disfrazó con peluca e impermeable, trató de treparse al carro con Shipman (para hablar con ella, según esto) y luego la fumigó con polvo de pimienta. Detenida más tarde, Nowak fue acusada de intento de secuestro y asesinato, en vista de que además traía consigo cuchillo, pistola y una botella de Chianti (creo). Total, un desaguisado pasional bastante mediocre que, por fortuna, no pasó a mayores.

¿Mediocre? ¡Pero si es un triángulo amoroso entre astronautas! Pues sí. Pero si se fijan, la situación está más vista que las payasadas de Fernández Noroña: una mujer de mediana edad se apasiona por un hombre menor y con trabajo de macho-alfa (el esposo de Lisa es controlador de vuelos espaciales? no precisamente un despachador de supermercado, pero bueno). Al descubrir que éste le juega cubano con otra mujer más joven, pierde totalmente la cabeza, actúa como una estúpida y está a punto de matar a su rival de amores. La trama la hemos leído, visto y oído quién sabe cuántas veces.

Sin embargo, en este caso existen circunstancias extraordinarias; y que nos hacen preguntarnos en qué mundo vivimos (los que seguimos acá abajo):

La mujer de mediana edad no es ninguna Emma Bovary, aburrida ama de casa ávida de emociones; ni está casada con John C. Reilly, como suele ocurrir en el cine. ¡Es una astronauta, por los clavos de Cristo! Si la señora Nowak se queja de llevar una vida tediosa y rutinaria, y ello motivó el desliz, pues entonces sí que ahora Dios nos coja confesados. A todos.

Esa mujer ha recibido un entrenamiento físico y mental con el que suelen tronar pelaos re bien bragaos. ¿Y tiene un quiebre nervioso (o algo así) porque no la peló un compañero de trabajo? Pues, ¿qué clase de preparación tienen hoy en día en la NASA? Si una astronauta se vuelve loca por eso, ¿qué pasará si tiene que negociar con Jabba the Hutt, o jugar al pipis-&-gañas con felpudos Ewoks?

El plan de la señora Nowak parece sacado de un folletín de quinta categoría: viaje a lo baboso, peluca para disfrazarse, ataque con polvo pica-pica. ¿Qué IQ se necesita tener para hacer algo así? ¿Y cuál es el mínimo requerido por la NASA para ser astronauta? ¿Setenta?

Como puede verse, el asunto nos deja turulatos y patidifusos. Y nos hace preguntarnos si, cuando teníamos a esa gente por modelos, no pecábamos de ingenuos. O si, como tantas otras cosas en los últimos cuarenta años, eso también se echó a perder por la mediocridad y el sensacionalismo. O tempora, o mores!

Consejo no pedido para permanecer en órbita. Vea los clásicos ?Los elegidos? (The right stuff, 1983) y ?Apollo 13? (1995), los cuales (creo) reflejan el espíritu de aquellos días? o lo que creemos era el espíritu de aquellos días. Provecho.

PD: Sobre la pregunta del domingo pasado: Rossana Conte nos informa que Birján es nombre persa, dado que entre sus amistades se cuentan algunas con ese nombre y de ascendencia iraní. Y Víctor González Avelar nos dice que, al parecer, un levantino de nombre Birján era quien tenía el monopolio de impresión de las barajas en Nueva España? así que su nombre aparecía en todo garito del siglo XVIII. Suena lógico. Muchas gracias.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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