EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Los días, los hombres, las ideas| La sociedad de los soplones vivos

Francisco José Amparán

Definitivamente le está aflorando la sutileza teutónica y el tacto germánico al Papa Ratzinger. No sólo se las ingenió para meterse en un broncón por andar citando insultos al Islam, tanto más pertinentes dado que provenían del Siglo XV; sino que, en una medida sin precedentes, sostuvo la nominación de Stanislaw Wielgus como arzobispo de Varsovia hasta una hora antes de la consagración en catedral, cuando el clérigo finalmente procedió a renunciar al cargo que nunca llegó a ocupar. ¿Las razones para la declinación? Las recientes revelaciones de que, décadas atrás, cuando Polonia estaba oprimida por un régimen comunista obtuso y oscurantista, Wielgus había colaborado con la Policía política del régimen, dando información sobre colegas, feligreses y la mortandad de los pollitos en la tómbola de la kermés de su parroquia. Conociendo la historia de Polonia, el andar de informante para las fuerzas de la opresión es considerado por la mayoría de la gente como un crimen de lesa humanidad. Que el soplón fuera además sacerdote; y que al parecer colaborara sólo por mantener sus privilegios de poder viajar al extranjero, no hace sino echarle sal a la herida.

Aunque la información sobre el pasado delator de Wielgus afloró hace tiempo, el Vaticano y el mismo clérigo se empeñaron en seguir adelante con la consagración episcopal del cuestionado. El por qué de la necedad (es mi hipótesis) arroja luz sobre la psicología de quienes han tenido que vivir en una comunidad en donde hay que cuidar mucho lo que se dice, piensa y opina. Y en la que hay orejas por todos lados, prestas a apuntar dedos flamígeros por quítame acá estas pajas. Sí, ya sé que las orejas no tienen dedos. Pero ya me entienden?

Y es que creo que quizá Benedicto XVI se apiadó del prelado polaco rememorando lo ocurrido en su juventud. Habría que recordar que Ratzinger pasó toda su infancia bajo el poder nazi. Y como católico practicante supo que, en un régimen como ése, con frecuencia hay que escoger el mal menor y cooperar (así sea mínimamente, y de dientes para afuera) con el mismo. Llámenlo debilidad, llámenlo cretinismo. Pero pienso que mal hacemos en juzgar, sin haber sufrido algo parecido, a quienes vivían con el Jesús en la boca, esperando los golpes en la puerta a medianoche, cortesía de la Gestapo.

La cual no fue sino una de las más conspicuas y eficaces policías políticas secretas que se enseñorearon en muchos países a lo largo del siglo XX y que hacían de la delación una de sus principales herramientas.

Las tiranías de la pasada centuria entendieron que, más eficiente que andar vigilando a los ciudadanos, era hacer que éstos se vigilaran entre sí. Y que, por simple miedo a ser considerados subversivos o enemigos del régimen, sean ellos quienes delaten a sus colegas, parientes, amigos o vecinos. Esta terrible situación se repitió en muchos países, en muchos momentos. Y de nuevo, dado que nunca hemos sufrido una situación así, resulta difícil imaginarse siquiera lo que es vivir en una sociedad en donde un soplón (al menos en potencia) en cada hijo te dio.

Como tenía que ser, el inventor de esa sutil e implacable forma de terror psicológico fue Stalin. Al tomar las riendas del Gobierno soviético, le encargó al Directorio Político de Seguridad del Estado (entonces llamado OGPU y mucho después y más famosamente, KGB) la misión de cazar a todos los antirrevolucionarios. ¿Quiénes eran ésos? Pues los que se opusieran a los designios del bigotón. Esa Oposición podía ir desde el holgazaneo en el trabajo, hasta el andar contando chistes sobre el padrecito Stalin, pasando por quejarse de la reuma en pleno mitin del Soviet de los Trabajadores de la Industria del Adobe y el Adobón. Para descubrir (y eliminar) a tan nefastos elementos había que echar mano de cualquier recurso, incluida la voluntaria colaboración de todos los camaradas. Claro que si uno se enteraba de que el compadre era contrarrevolucionario y no lo notificaba a la OGPU, entonces uno cojeaba de la misma pata y era culpable del mismo delito? y podía terminar junto al compadre (y sin la comadre, ¡bah!) pasando unas vacaciones sin retorno en Siberia.

Como es comprensible, muchos se curaban en salud; y le ofrecían a la Policía política secreta información sobre vecinos y familiares (datos cuya trascendencia dependía de la imaginación de los represores) para que luego no dijeran que eran reticentes a colaborar. Según esto, el haber espiado y delatado con anterioridad lo inmunizaba a uno de futuras acusaciones. Nada probaba que ello fuera cierto, pero en regímenes como ése el miedo no anda en burro. Para dejar clara la cosa, la propaganda soviética encomiaba el espíritu revolucionario de los niños que habían entregado a sus padres por haber dicho lo que no debían en la mesa del desayuno: el régimen soviético exaltaba la creación de una sociedad de soplones, capaces de delatar a sus familiares en aras de la preservación del estado más represivo de la historia. Por no decir nada de la cantidad de venganzas mezquinas que se propiciaban: la mejor manera de eliminar a Vladimir como rival de amores de la Natasha, era acusarlo de burgués y reaccionario y que terminara picando piedra en el Gulag (en vez de a la Natasha en Petropavlovsk). ¿Y todavía se extrañan que ese sistema se haya derrumbado de puro podrido?

Por supuesto y por si les suena, en ese mecanismo se inspiró George Orwell para inventar la figura del Hermano Mayor (el Big Brother) en su novela ?1984?.

La Gestapo primero y más tarde muchos otros organismos represivos del mismo cariz, siguieron la receta estalinista: convencer a la población de que lo mejor para su salud era chismear sobre los conocidos, denunciando todo tipo de idea, opinión o conducta sospechosas de no seguir la línea del régimen. Así, miles de judíos en toda Europa fueron entregados a los verdugos por sus vecinos y ?amigos?. Y después de la guerra, en los países de Europa Oriental sometidos a la oprobiosa dictadura del Socialismo Real, la gente siempre estaba atosigada por el espectro de la denuncia anónima y sin sustento.

De hecho, la delación en Polonia no llegó a los niveles surrealistas que alcanzó en la República Democrática de Alemania (la Oriental o Comunista, como la conocíamos para ahorrar saliva? y para no carcajearnos por lo de ?Democrática?). Ahí la Stasi, la Policía política secreta, como buena institución teutónica era de una eficiencia aplastante. No sólo ignoraba uno si el compañero de clase (o el profesor) estaban en la nómina de la Stasi; sino que podía estar seguro de que una tercera parte del salón pasaba informes (periódicos o esporádicos, para el caso) sobre lo que ocurría en el aula. Los expedientes que coleccionó la Stasi sobre los hechos, dichos y avatares de millones de ciudadanos estealemanes llenan hectáreas y más hectáreas de bodegas, pesan varios miles de toneladas. En 1989 un ciudadano promedio de mediana edad podía esperar tener un expediente de entre quinientas y mil hojas. Ya si era uno medio rejego, hocicón o de plano opositor, la información podía abarcar varios volúmenes bien chonchos, e incluir quién había lavado los platos el jueves en la noche (y por tanto, quién llevaba los pantalones en la intimidad, ¡gulp!).

Al caer el Muro, la gente demandó conocer sus expedientes? lo que condujo a revelaciones muy amargas: esposos que descubrieron que su mujer pasaba informes semanales sobre ellos a la Stasi; galanazos que se encontraron con que Brunegilda había ido a la cama con ellos cumpliendo órdenes del Estado; padres que hallaron una justificación excelente para correr a sus hijos de la casa. En fin, una experiencia sumamente desagradable? y que sigue dejando secuelas.

Como decía y repito: es fácil ser juez de los débiles cuando uno no ha pasado por eso. Sobre todo teniendo la certeza de que vivimos en un país en el que las denuncias, por no decir nada de los expedientes, se perderían irremediablemente.

Consejo no pedido para que le caiga la chota al vecino que toca Onda Grupera a las cuatro de la mañana: Lea ?La Broma?, de Milan Kundera, sobre cómo cambia la vida de un hombre por andar escribiendo lo que no debe, a una muchacha que ni lo iba a pelar de cualquier manera. Provecho.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 255389

elsiglo.mx