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Los días, los hombres, las ideas| Las lecciones de Anna Nicole Smith

Francisco José Amparán

La enfermiza tendencia que tiene nuestro mundo (o al menos, buena parte de su población) a seguir con obsesiva pasión los hechos, dichos y aconteceres de los famosos, es uno de los fenómenos más extraños y repulsivos de la vida contemporánea. Que abunden quienes se esfuercen por conocer vida y milagros de gente con la que nunca se va a topar, que no tienen ninguna relación con su existencia y que no son precisamente modelos de comportamiento, continúa siendo un enigma filosófico calibre .45.

Por supuesto, los sociólogos dirán que es una manifestación de lo enferma que está la sociedad moderna, la cual exalta los valores equivocados y fomenta la fascinación por todo aquello que cause ruido, aunque no sea muy edificante. Y que el ver los problemas y fracasos, metidas de pata y desaguisados de la gente rica y bonita, nos compensa por la medianía y rutina de nuestras cotidianas existencias. Pues será. Pero el hecho de que el culto público conozca mejor las papalinas de Paris Hilton o el pubis rasurado de Brittney Spears, que a sus vecinos y lo que ocurre en su municipio, me sigue pareciendo francamente desconcertante.

Quizá la explicación más sensata del fenómeno tenga que ver con el recóndito regocijo que sentimos cuando vemos caer a los grandes (porque siempre esperamos que caigan? y siempre lo hacen) y con la íntima satisfacción de que no somos capaces de hacer tamaños desfiguros? y con el mundo entero dando cuenta de ellos, además.

Lo que sí es que el ámbito de los famosos revela de manera cada vez más clara que los conceptos de vergüenza y decencia se hallan en vías de extinción, al menos en esa capa social. Ustedes me dirán que eso no es ninguna novedad: desde tiempos de Calígula ésa ha sido la tónica de un buen porcentaje de la humanidad que no necesita trabajar para vivir. Y si a ésas vamos, muchos parásitos de nuestra clase política, sin ser famosos, tienen buen rato sumidos en la indecencia y la desvergüenza. Pues sí. Pero como que en estos tiempos esa desfachatez ha llegado a niveles sencillamente demenciales. Y como caso paradigmático tenemos muchas de las circunstancias existenciales de la recientemente fallecida Anna Nicole Smith.

Personaje que tenía más motivos para ser famosa (mejor dicho, infame) que la mayoría de sus compañeros de tabloides. Hija de un matrimonio destruido, madre en la adolescencia, divorciada a los veinte años, chica del tubo poco después, Smith tuvo la suerte de poseer una gran pechonalidad y proyectar un aire voluptuosamente vulgar y corrientote que, seamos francos, le encanta a buena parte del público masculino. La revista Playboy le dio la oportunidad de salir de la oscuridad y al rato se convertía en Conejita del Año 1993 y emblema de una marca de jeans que deseaba demostrar que se puede lucir bien dentro de esas prendas sin ser anoréxica ni tener caderas de niño sudanés.

Eso nada más para abrir boca. Anna Nicole se las arregló luego para cautivar a un viejito multimillonario, quien se casó con ella a los 89 años (la muchachona tenía 26). Como era de esperarse, el audaz veterano colgó los tenis poco después (feliz de la vida, suponemos) y la señora Smith se encontró envuelta en un pleito legal por la herencia que continúa hasta la fecha.

Ya volada con su notoriedad, Anna Nicole se convirtió en la estrella de un reality-show televisivo que tenía como base su frívola vida, sus problemas de sobrepeso y la enorme cantidad de estimulantes que se echaba entre pecho(s) y espalda. En el programa, y en numerosas apariciones públicas, resultaba notorio que la señora andaba fumigada como araña panteonera, arrastrando las palabras y riendo como idiota a la menor provocación. Anna Nicole se volvió la representación viva de eso que damos en llamar ?pena ajena?. En el Pequeño Larousse Ilustrado, su retrato acompañaba a la definición de ?rubia boba?. Y por todo ello era inmensamente popular. O al menos, bastante famosa.

Por supuesto, en este extravagante melodrama no podía faltar la tragicomedia: hace menos de medio año, a los 38 de edad, la señora Smith dio a luz una bebita que bautizó como Dannielynn. A los pocos días su primer hijo, de veinte años, falleció de una sobredosis de medicamentos. Y hace una semana, la misma Anna Nicole apareció inconsciente en un cuarto de hotel. Nunca recobró la lucidez y murió poco después? sin haber llegado a los cuarenta.

Antes de su muerte, la chica seguía en los titulares de los tabloides porque dos hombres se disputaban la paternidad de la bebita: su abogado y un antiguo novio. Anna Nicole le daba la razón al primero? pero así qué bruto, qué segura se veía, pues no. Y ahora resulta que hay un tercer padre putativo, un decadente príncipe alemán de 59 años, que para colmo está casado con Zza Zza Gabor. Los tres (más los que se acumulen esta semana) están dispuestos a hacerse todas las pruebas de ADN que sean necesarias. ¡Tres hombres peleándose la paternidad de Dannielynn! ¡Mira, qué tiernos y querendones!

Pero cuidado: quien resulte el custodio de la bebita, podría ser el administrador de la herencia que sigue en disputa y que podría ascender a varias decenas de millones de dólares. Con ese dato, la pugna por la chiquilla no parece tan amorosa y la desvergüenza de sus presuntos padres mucho más evidente. Incluso desde Ultratumba, Anna Nicole se las ingenia para ofrecer espectáculos denigrantes.

¿Qué lecciones podemos sacar de tan turbulenta vida? La moraleja fácil es que quien mal anda, mal acaba: el no saber administrar la fama y la fortuna conduce inevitablemente al abismo. Otra, que la felicidad difícilmente se alcanza en medio de los reflectores públicos: quien expone de manera tan descarada su intimidad (por no hablar de su anatomía) no puede esperar una vida satisfactoria y tranquila. Otra más, igual de obvia: el dinero en abundancia corrompe y degrada en abundancia. Sí, todo eso podemos concluir de tan azarosa existencia, tan triste final y tan confuso epílogo. Pero creo que hay más.

Y es que, insisto, más bien deberíamos de preguntarnos por qué tanta atención a esa rubia boba y no a otra mujer; por qué a una auténtica inútil, buena para nada (perdón, quizá sí era buena para algo? ya me entienden) y no a otra más productiva y ejemplar; por qué tantos reflectores puestos sobre una pobre ignorante pueblerina, que hacía todo lo posible para denigrarse en público. Y por qué la gente seguía de manera tan atenta sus numerosas variantes de la autodegradación. Muchos por qués.

Quienes (para responderse) comparan a Anna Nicole con Marylin Monroe están desquiciados. Me perdonan mucho, pero Marylin al menos aspiraba a tener talento y que la tomaran en serio. No, como que por ahí no va.

Me atrevo a proponer una hipótesis: Anna Nicole representaba, para mucha gente, la suma de su época: la chafencia, la vulgaridad, la desvergüenza, la búsqueda desenfrenada de dinero, la ausencia total de autoestima y decencia, hasta la belleza física según ciertos cánones. Y todo ello (¡ojo!), sin ser siquiera cínica, dado que desconocía los alcances de sus actos. Por ahí va la cosa: Anna Nicole ni siquiera sabía que era ridícula, no le pasaba por la cabeza que caerse de ebria frente a las cámaras era denigrante. Anna Nicole era el Siglo XXI: el impudor, la codicia, la ignorancia, el dinero fácil y el mal gusto como formas de vida? seguidas por millones de atarantados a través de la pantalla. Sea por Dios.

Consejo no pedido para alejar a los paparazzis de la piñata de su hijita: vea ?Star 80? (1983) de Bob Fosse, con Mariel Hemingway, la historia de otra Playmate del Año que acabó mal, muy mal. Provecho.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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