Nacional Claudia Sheinbaum Seguridad Narcotráfico Generación Z Pensión Bienestar

Los gritos de Dolores 1, una oposición dividida

Carlos Fuentes

Yo voté por Andrés Manuel López Obrador el 2 de julio de 2006. Lo hice con admiración hacia el personaje, confianza en su partido y apoyo para la izquierda. ¿Qué queda, un año más tarde, de la admiración, la confianza y el apoyo?

López Obrador es un líder carismático. Ya emplee dos palabras sujetas a revisión. “Líder” es un anglicismo fácilmente hispanizado como “dirigente” y “carisma” es un concepto que nadie empleaba antes de Max Weber (1864-1920) salvo los teólogos: carisma es un don de Dios a hombres extraordinarios, apóstoles, profetas, benefactores. Para Weber, líder carismático es aquel que “logra que la gente le tenga confianza y lo siga”. A un hombre que haga más promesas que los demás. Pero sobre todo, un hombre que sepa ganar.

¿El demócrata, en cambio, es el que sabe perder? Así lo demostraría Al Gore, vencedor numérico en las elecciones norteamericanas de 2000 y despojado de su triunfo por un anacrónico (aunque legal) voto del Colegio Electoral, las boletas manipuladas por el Gobierno de Jeff Bush en Florida y al cabo, un solo voto de la Suprema Corte de Justicia, árbitro final del proceso.

En México, somos testigos de una larga y ardua marcha hacia la transparencia electoral. Es probable que los opositores José Vasconcelos y Juan Andreu Almazán hayan ganado las elecciones de 1929 y de 1940. Es posible que Ezequiel Padilla y Miguel Enríquez Guzmán hayan vencido en comicios posteriores. Su triunfo, probable o posible, les fue vedado, en todo caso, por la razón de estado imperante: el partido de estado (PNR–PRM–PRI) nunca pierde y cuando pierde, arrebata.

Las revoluciones se legitiman a sí mismas y luego duran lo que pueden durar. Calles el jefe máximo en 1929, no iba a permitir que Aarón Sáenz y el obregonismo le disputaran el poder e impuso a Pascual Ortiz Rubio como candidato oficial y presidente electo. Cárdenas, en 1940, deseaba una continuidad remozada y consolidada de sus propias reformas y no estaba dispuesto a que un opositor incontrolable, Almazán, tomara la presidencia. Ávila Camacho, Alemán y Ruiz Cortines siguieron esta “lógica revolucionaria”. Díaz Ordaz en 1968 sepultó la legitimidad de origen y destino de la Revolución. Sus sucesores, mal que bien, con concesiones aquí, reformas allá, fueron concediendo espacios a las oposiciones mexicanas. Jesús Reyes Heroles fue quien con mayor lucidez vio y encauzó el dilema. Ernesto Zedillo, quien admitió la distancia evidente entre un sistema viejo y una sociedad nueva. Sólo la democracia podía dejar atrás al primero y abrirle camino a la segunda.

Entre etapa y etapa, sucedió algo fundamental: el sucesor del presidente ya no sería electo de facto por el presidente in situ. Estaría sujeto al voto y el voto ya no lo calificaría el Gobierno, sino, en instancias de autoridad creciente, el Instituto Federal Electoral (IFE) y en última instancia, el Tribunal Electoral de la Federación (TRIFE), voz final y determinante del proceso electoral.

Poseer dos instancias independientes para calificar las elecciones constituye un precioso haber en la vida política de México. Ni el IFE ni el Trife son, desde luego, perfectos. Aunque como toda institución política, son perfectibles. ¿Preferimos la dedocracia del pasado a las instituciones democráticas del presente? Sin éstas, ¿a dónde nos dirigimos? Acaso, a una batalla en el desierto, para citar a José Emilio Pacheco, en la que los actores políticos, minando la autoridad de las (perfectibles, pero no sustituibles) instituciones, nos devuelvan, no el autoritarismo de antaño, sino el caos demagógico en el que cada parte del todo se desentiende del todo para proclamar, “la verdad es la mía”.

“Al diablo las instituciones”, dijo López Obrador en un momento de boca floja delator de malas ideas. Pero AMLO y sus buenas ideas poseen una poderosa repercusión en un país donde la mitad de la población vive en grados diversos de la miseria, el ascenso social es cierto, pero lo demora la demografía y lo califica el éxodo. López Obrador cuenta con un apoyo electoral fuerte y permanente. Su partido, en cambio, pierde plaza tras plaza, gubernatura tras gubernatura, elección tras elección. Es como si López Obrador guardara para su liderazgo la promesa de la izquierda que los electores vivos y coleantes le niegan a su formación partidista.

El peligro es que, perdiendo elecciones y manteniendo carisma, López Obrador lo apueste todo a su seguimiento personal y al tamaño de sus manifestaciones. Pero el país pierde la oportunidad de crear, al fin, una izquierda moderna, seria, competitiva y que convoque no sólo a las sectas dogmáticas sino a la pluralidad mayoritaria que se ubica a partir del centro hacia la izquierda. Quiero decir: Cuauhtémoc Cárdenas, Amalia García, Jesús Ortega, para sólo citar a tres personalidades, son tan “izquierda” como López Obrador. Sólo que representan a sectores de izquierda excluidos por la actitud intolerante de AMLO.

Herido por lo que, con razón o sin ella, juzga un fraude electoral, López Obrador corre el riesgo de transformar su dolor en dogma y su pérdida en retórica. ¿Satisface a sus fieles? Qué bueno. ¿Debilita a su partido? Qué malo. ¿Pospone a otros dirigentes? Qué triste. ¿Le hace el juego, sin quererlo, a los verdaderos enemigos del país, los imperios criminales deleitados de que AMLO le niegue autoridad al Gobierno que los narcos minan y desafían palmo a palmo, día con día? Qué peligroso.

Yo tengo el deseo profundo de que la izquierda de mi país se abra a una lucha ni dogmática ni personalista, sino de ideas, de propuestas y de visión a largo plazo. Los desplantes de López Obrador la aplazan. Una izquierda amplia, pluralista y moderna podría acelerar el progreso de un país que, desde tiempos de Humboldt, es “el país de la desigualdad”. Con trece, cincuenta o cien millones de habitantes, la mitad de la población de México siempre ha vivido en la miseria. Es tiempo de repetir, en memoria de una magnífica mujer, Julieta Campos, el título de su libro, “¿Qué hacemos con los pobres?” Parte de la respuesta le corresponde a una izquierda, por el momento, personalizada, dividida, casi irreal si no surrealista. Parte de la salvación es una izquierda unida, pero diversificada, no personalista, clara en sus propuestas y objetivos.

No lo es la actual formación de la izquierda en México. No puede serlo un movimiento que depende de un solo líder, por más carismático que éste sea. Porque se corre el peligro de que, cuando un líder de esta naturaleza llegue al poder, conjugando carisma y gobierno, su nombre sea Hitler, Mussolini o Chávez. Este es el temor que puede sentir esa parte del electorado mexicano que, siendo de izquierda, no sigue a Andrés Manuel López Obrador.

La izquierda debe unir las buenas ideas a las buenas oposiciones: las que se sirvan de las vías institucionales para fortalecerlas y así, oponerse con más eficacia al gobierno.

Leer más de Nacional

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Nacional

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 298099

elsiglo.mx