UN PRESIDENTE SITIADO
Hablaba en el artículo anterior de la postura negativa de Andrés Manuel López Obrador frente a Felipe Calderón, calificado por aquél como mero “usurpador”. ¿Qué usurpa Calderón? La Presidencia de México. ¿A quién se la usurpa? Usted lo adivinó: a Andrés Manuel López Obrador. Más en una elección tan cerrada, que Calderón ganó por un mero 0.5%, ¿pudo haberla ganado López Obrador por un porcentaje similar, sólo que, en su caso, creíble? Tan creíble, añado, como los numerosos triunfos electorales de la izquierda en congresos y alcaldías, para no hablar de la aplastante victoria de Marcelo Ebrard como jefe de Gobierno de la Ciudad de México: ¿Por qué no le hicieron de “chivo los tamales” a Ebrard y a López Obrador, si? ¿Porque es más guapo? ¿Porque había que darle una victoria a la izquierda menos importante que la presidencia de la República? No: Ebrard es jefe de Gobierno del DF porque ganó la elección. López Obrador no es presidente de México porque perdió la elección. O todos coludos o todos rabones.
He sugerido que López Obrador abandone su postura valentona, a veces hasta valiente, pero al cabo improductiva, a favor de la creación de una auténtica oposición de izquierda no enajenada al pasado, sino comprometida con el futuro. López Obrador retrasa la oposición que merece el actual Gobierno. Que es nada menos que eso: el Gobierno de México, reconocido y en trato con la comunidad mundial y sus personeros, incluyendo a Lula, Bachelet, Zapatero, Prodi, Evo Morales, Correa y el mismísimo Chávez. López Obrador corre el riesgo de ser no sólo irreal “Gobierno legítimo” sino fantasmal oposición mientras los gobernadores y parlamentarios tienen tratos con el Gobierno Federal porque así se lo exigen sus mandatos a fin de resolver problemas populares. Corre el riesgo, al cabo, de ser Gobierno de comedia, como el de Don Nicolás de Zúñiga y Miranda, eterno opositor de Porfirio Díaz, a quien sólo Joaquín Pardavé, (alias) don Susanito, saludaba como “señor presidente”.
México merece más. Una gran personalidad política como López Obrador merece más. Un presidente sitiado como Felipe Calderón merece más. Sitiado por su propio partido. La presencia de Manuel Espino al frente de Acción Nacional, el partido de Calderón es incomprensible. Salió de la dirección. Fue nombrado embajador en España. No quiso, regresó, y volvió, innecesariamente, a encabezar un partido que le pone piedras en el camino al propio presidente Calderón, so capa de distinguir al partido del Gobierno, pero con la agenda mal disimulada de mantener viva al ala de derecha extrema del PAN, no sea que sus más ardientes milicias reaccionarias se vayan a engrosar las filas del sinarquismo, la derecha de la derecha.
Sitiado también por colaboradores ineficaces. A un año de Gobierno, seguramente Calderón sabe quién sirve y quién no. Tiene toda la autoridad para reemplazar a su gusto a los funcionarios de confianza que a veces no la merecen. Un Gobierno sitiado como el de Calderón requiere un funcionamiento fluido de la Administración. La función lo requiere, sobre todo en un Gobierno cuestionado que debe demostrar su eficacia.
Sitiado por deudas electorales. Todo candidato llega al poder debiéndole algo a muchos o mucho a pocos, en este momento, las campañas demócratas en los EU se encuentran bajo fuerte escrutinio por recibir fondos sospechosos o indebidos. Pero aun los apoyos legítimos deben ser objeto de frío distanciamiento cuando el candidato ya no lo es de un partido, sino presidente de una nación. O sea: los apoyos políticos y monetarios durante una campaña se pagan automáticamente cuando la campaña termina, triunfe o no el candidato.
Felipe Calderón, en pocas palabras, no le debe nada a nadie sino al país que gobierna. Sus promotores de campaña, sindicales, televisivos, financieros ya fueron pagados con el triunfo del candidato. El presidente no les debe nada más que el saludo y las buenas maneras.
De lo contrario, Felipe Calderón se pasará seis años dando las gracias a intereses particulares, en demérito del interés nacional. Las gracias ya fueron dadas, repito. Calderón debe ser muy firme para proteger a su Gobierno y a sus funcionarios contra pretensiones de poder invasivo y paralelo que no le darán otra cosa que dolores de cabeza y pérdida de autoridad.
Existe un interés nacional en que Calderón encabece un Gobierno eficaz de autoridad incuestionada, no porque AMLO o el SNTE o Televisa o tal o cual empresario quieran arrebatarle más y más parcelas de poder, sino porque Calderón —y el país— requieren un Ejecutivo que enfrente el peligro mayor para México, el narcopoder. El narcogobierno. La ocupación, máxima por mínima que pueda ser, del territorio nacional por poderes criminales.
En este punto, Calderón no puede conformarse con medidas provisionales sin convertirse, él mismo, en presidente provisional. El tamaño del desafío es tal que rebasa de lejos a la Fuerza Pública. Una Policía corruptible o de antemano corrompida. Un ejército que no está hecho ni para combatir al crimen ni, mucho menos, para perder batallas contra pandillas.
He dicho alguna vez, sólo a medias en broma, que sólo la Policía Federal alemana o las montadas canadienses, podrían enfrentarse a nuestros gangsters. Me sumo, sin embargo, a la solución (parcial como toda solución, de acuerdo) de un cuerpo armado especial, dedicado sólo a combatir al narcopoder, constituido por lo menos por ochenta mil personas y con mandos renovables cada dos años. La idea no es mía, sino de un experimentado estadista europeo cuyo nombre no doy por razones evidentes.
Más allá del combate físico, existe, claro, la posibilidad de despenalizar o descriminalizar la droga, con los grandes beneficios y los grandes peligros que esto conlleva. Pero eso es polvo de otro costal.
Lo que permanece en mi ánimo es el temor de un Gobierno sitiado que caiga en la parálisis o los actos mínimos de contención y supervivencia. Para evitarlo, la izquierda debe abandonar el llanto de Boabdil y unirse para exigir lo posible y hasta lo necesario: una izquierda a largo plazo. Para evitarlo, las corporaciones públicas y privadas deben ser puestas en su lugar: son parte de la sociedad, pero no son el Estado. Para lograrlo, una Fuerza Pública renovada, bien pagada, bien ordenada y a prueba de cañonazos “obregonistas” debe enfrentar, como en una guerra, a los poderes del crimen.