Si bien el hábito no hace el monje, creo que la experiencia nos muestra que el trabajo que cada quién desempeña, de alguna manera, en mayor o menor medida, determina personalidad, carácter y temperamento. O al menos algunos rasgos importantes. Así, los choferes de autobuses urbanos terminan a la postre convertidos en orangutanes, mediante un proceso de involución (o evolución p’atraseada) en el que intervienen la consuetudinaria ausencia de respeto al prójimo, a las leyes de tránsito y a quienes deberían ponerlas en práctica. De la misma forma en que el ser político le inyecta al individuo que ejerce tan triste oficio una capacidad para el cinismo a prueba de armas nucleares.
La mayoría de las características inherentes a una profesión son bastantes reconocibles. Pero hay una chamba que resulta sencillamente desconcertante. No sólo porque quienes la desempeñan suelen ser por completo impredecibles; sino porque, irónicamente, deberían de ser ejemplo y modelo de estabilidad: después de todo, su función consiste en decir lo mismo una y otra vez. Quizá por ello se ven impelidos a ponerle un poco de sazón a su vida, perturbando la del prójimo. Y por eso se puede hacer un largo anecdotario sobre los avatares sufridos al entrar en contacto con los guías de museos. O de otros sitios públicos, que para el caso viene siendo lo mismo. Este domingo les tengo apenas un leve muestrario, nomás para que vean a qué me refiero:
Siendo niño, mis tíos de Chihuahua me llevaron al Museo de Villa de aquella ciudad. Esto ocurrió hace cuatro décadas, por lo que recuerdo apenas retazos de lo visto… con excepción de la escena culminante, que podría haber ocurrido ayer, de lo bien que la retengo en mi tatema. Resulta que la visita era conducida por un veterano de la División del Norte, que dejaba aflorar sus filias y fobias con un entusiasmo digno de mejores causas. Derramaba elogios sobre ciertos generales, denuestos hacia otros, mientras caminábamos por los pasillos en que se exhibía memorabilia muy diversa del Centauro. En eso llegamos frente a una vitrina en que se exhibía un proyectil de cañón. Obviamente, sin detonar. Vaya, diría que su condición era prístina de no ser porque la Bala Mágica que mató a Kennedy demeritó feamente esa expresión. El guía llegó ante la vitrina y empezó a disertar con enjundia: “¡Y aquí pueden ver la bala que le arrancó el brazo a ese &%$#$% de Obregón durante la batalla de Celaya!” Luego de revisar nuestra expresión de estupor, continuaba: “Sí, porque han de saber que mi general Felipe Ángeles descubrió a ese %$#% con los miralejos. Le apuntó el cañón cuidadosamente y cuando disparó le dijo: “Ahí te va este recuerdito, hijo de tu %$#%#”. ¡Pero el &%$# de Obregón… se movió! Por eso mi general nada más le pudo tumbar un brazo”. Ante tan prolija descripción de la importancia del objeto, nadie dijo ni pío ni preguntó por qué la bala estaba en mejor estado que el brazo del &%$#& de Obregón.
Una costumbre que suele ser sana es pegársele a los grupos que pagaron visita guiada, haciéndose loco y escuchando la explicación sin desembolsar un centavo. Y digo que suele ser sana, porque de repente hay cada sorpresa…
Andando un día de visitante desocupado, me introduje a la catedral de Puebla. Y, cómo no, por ahí andaba un grupo de señoras más bien maduronas, pastoreadas por un guía con gafete y toda la cosa. Haciéndome el despistado, me coloqué en la retaguardia del grupo para escuchar lo que el hombre tuviera que decir. Y sí, se oía muy bien. El problema era que, al terminar cada explicación, la repetía como si fuera el resumen de una lección, apuntándole con el dedo a cada circunstante, con tono de “¡Pobres de ustedes si no se acuerdan!” Como a la tercera lección, me quedó claro: “En la madre, éste nos va a preguntar cuando termine”. Las señoras estaban francamente aterrorizadas, recordando vetustas angustias escolares. Creo que una de ellas sacó una libretita para anotar el año en que Carlos de Habsburgo regaló el órgano de fuelle que ocupa media iglesia (nótese que aún recuerdo el dato). Yo me escabullí como pude y evadí el plausible examen. Después de todo, yo no era parte de esa infausta expedición.
Una visita obligatoria en Salzburgo, la patria de Mozart, es al Festung Hohensalzburg, una fortaleza que desde una colina domina la ciudad y buena parte del valle del río Salzach. La verdad, vale la pena. Una amiga y un servidor nos trepamos a una torre, anduvimos tonteando en los bastiones y nos empapamos como huachinangos cuando cayó un chaparrón. Buscando refugio, dimos de manos a boca con un grupo de turistas gringos que recorrían el interior del castillo. Por no dejar, nos les pegamos. Y hete aquí que, en una cámara que lucía una estufa de porcelana del Siglo XVII o por áhi, el guía nos detectó. Era un jovencito que hablaba un inglés horrendo, ininteligible. Lo cual no parecía importarles a los gringos, a quienes no les importa nada de lo que se les enseñe en la vieja Europa. Pero como el guía vio que nosotros nos esforzábamos por seguir su discurso, enfocó su mirada, mímica y esfuerzo en el par de laguneros. Luego colegimos que creía que éramos de Cincinnati o algo así; y que consideraba que su empleo dependía de nuestra completa satisfacción. El irritila dúo no entendía ni la de Dios es Cristo, mientras el muchacho se afanaba en pronunciar lo mejor posible, señalando la mentada estufa como si fuera el Santo Grial. Peor. Al rato empezó a sudar, tartamudeando lamentablemente, mientras nosotros no sabíamos dónde meternos para evitarle al pobre semejante sufrimiento. Finalmente dijo la última frase incomprensible, bufó en alemán gótico-flamígero, y nosotros nos esfumamos.
Mi hermana la mayor tiene una anécdota genial. Estando en Roma, decidió visitar los lugares célebres de los primeros cristianos. Así que entró a la capilla de Quo Vadis, que está a cargo de la orden de Santo Domingo. El templo se llama así, les explicó el guía dominico, porque en ese sitio se le apareció Cristo a San Pedro cuando éste intentaba huir de la persecución romana, dejando colgados de la brocha a sus seguidores. El Señor le increpó: “¿Adónde vas?” Como el de las llaves no tenía reservación en ningún lado, se regresó a Roma para ser crucificado boca abajo. “Y para que vean que es cierto” continuó el dominico, “aquí pueden ver las huellas de los pies de Nuestro Señor cuando cuestionó a San Pedro”. Así diciendo, mostró unas depresiones en una piedra que sí, parecían huellas humanas. A ojo de buen cubero, mi carnala calculó que el Güero Chuy calzaba del ocho.
Saliendo de allí, mi hermana bajó a las catacumbas… que están a cargo de la Orden de San Francisco. Sí, ya lo adivinaron. En una de las cuevas, el guía franciscano les dijo: “Y aquí pueden ver las huellas que dejara Cristo cuando le preguntó a San Pedro: Quo Vadis”. Los escépticos examinaron unas huellas parecidas a las que ya habían visto en la superficie. Pero antes de que pudieran abrir boca, el franciscano se les adelantó: “Ya sé lo que estarán pensando. Pero déjenme disipar sus dudas: las de allá arriba, las de los dominicos… ¡son balines!” Sin comentarios.
Hace unos veinticinco años, mi querido maestro José de Jesús Sampedro visitó Cuba. Y como parte del show, lo llevaron a la casa-museo de Ernest Hemingway, en Finca Vigía, a unos kilómetros de La Habana. Ahí se conservan muchos objetos del escritor, incluido el yate “Pilar” con el que pretendió cazar submarinos alemanes en la Segunda Guerra. Lo interesante es que el guía del sitio ¡detestaba a Hemingway! Según Sampedro, el guía no paraba de soltar sapos y culebras sobre el gran narrador: “¡Y en este escritorio se ponía a escribir desnudo y de pie el muy payaso! Ah, eso sí, ¡siempre borracho! Porque han de saber que…”. Y pasando a otra habitación: “En este cuarto dicen que el mamarracho yanqui ése escribió…” Y así todo el tour. Ciertamente, es rarísimo que un guía odie al sujeto al que debe la chamba. Yo visité el mismo lugar años después, y el guía que nos tocó fue perfectamente circunspecto y objetivo. Sí, me decepcioné. Quería oír al que le había tocado a mi amigo, por simple morbo.
Así pues, ojo con los guías. Son fuentes inagotables de anécdotas… y no pocas veces, de exasperación.
Consejo no pedido para que lo guíen al Paraíso: Lea “Islas a la deriva” (también conocido como “Islas en el Golfo”), del viejo Hemingway, nomás para recordar sus andanzas caribeñas. Provecho.
PD: ¡En dos semanas, la sorpresota! ¡Ya mero!
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