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Los hombres blancos no bailan

Jorge Zepada Patterson

Es un taxista como cualquier otro de toda urbe norteamericana: de piel morena, pésimo inglés, conduciendo entre las calles que conoce como la palma de su mano, pero cuyos nombres apenas puede pronunciar. Nuestro conductor es etíope, pero de inmediato identifica en sus pasajeros mexicanos a compatriotas cercanos por el simple hecho de que ambos somos ajenos al primer mundo.

Es un taxista filósofo. Para confirmar nuestra pertenencia a la ciudadanía universal de los desposeídos, suelta una pregunta inicial ¿Qué encuentran distinto entre México y Estados Unidos? Lo primero que se nos ocurre contestar es que en nuestro país la gente todavía no corre enajenada de un sitio a otro, atiborrándose en el camino de comida rápida, angustiada por la búsqueda de algo que nunca parece encontrar. Por la sonrisa amplia que cruza el rostro del chofer, nos damos cuenta que nuestra respuesta pasa la prueba. “Exacto”, dijo. “No entiendo a los ricos. Poseen cosas y placeres que en Etiopía nunca soñaríamos tener, pero no parecen ser felices”, afirmó. “En mi familia muchas veces sólo podíamos comer una sola vez al día, pero recuerdo que siempre estábamos riéndonos y que bailábamos mucho”. Luego de una pausa, añadió caviloso “Aquí no bailan”. Como si fuese una revelación científica, un criterio categórico del estado de infelicidad del ser humano. Descendimos del auto fascinados por nuestro sagaz conductor, aunque también divertidos por lo que interpretamos como una muestra folclórica de la mejor jungla neoyorkina.

En los siguientes días aprendí que las reflexiones del taxista etíope eran mucho más consistentes y “científicas” de lo que podría juzgarse a primera vista. Una semana antes había hojeado un ejemplar de la revista Mother Jones del mes de abril con un artículo de Bill McKibben, luego me encontré su libro: Deep Economy. The wealth of communities and the durable future (todavía no publicado al español, la traducción literal del título sería: Economía profunda. La riqueza de las comunidades y el futuro duradero. El artículo puede consultarse en http://www.motherjones.com/toc/2007/03/index.html)

Las revelaciones de McKibben constituyen una demostración notable de la tesis de nuestro taxista. El autor analiza diversas investigaciones que revelan el estado de infelicidad creciente del habitante del primer mundo, tanto en términos individuales como colectivos.

Desde luego que los seres humanos son desgraciados si no pueden satisfacer sus necesidades básicas. Pero una vez cubiertos los requerimientos de alimentación, cobijo, vestido y educación, todos los indicadores muestran que la felicidad tiene que ver con factores distintos al ingreso de un país o de una familia. En otras palabras, los miembros de una familia de clase media tienen igual o más posibilidades de ser felices que los de un hogar adinerado.

A partir de 1972 el Centro de Investigación de Opinión de Estados Unidos ha preguntado a los ciudadanos sobre sus niveles de satisfacción y felicidad en la vida. Las respuestas optimistas han decrecido sustancialmente, a pesar que el ingreso per cápita y el consumo se han multiplicado varias veces. Y no se trata de una medida del todo subjetiva. La respuesta es cruzada con indicadores tales como niveles de estrés, conflictos en los que se ven envueltos en el trabajo o en la familia, disposición para ayudar o ser ayudado por otros, temores vigentes, etc. La declinación de la felicidad en el terreno individual, coincide con otros indicadores relativos a la sociedad en su conjunto: niveles de endeudamiento de las familias, suicidios, violencia, dependencia de drogas y otros sustitutos.

Un reporte en 2000 mostró que el nivel de ansiedad de un niño promedio era más alto que el de los niños que se encontraban en terapia siquiátrica en los años cincuenta en Estados Unidos. Con similares indicadores, el autor muestra que lo mismo está pasando en Japón, Inglaterra y países similares.

Estudio tras estudio muestra que la felicidad está mucho más relacionada con la posición de cada persona en relación a sus redes sociales, que al número de satisfactores de los que se rodea. Pero el hombre moderno camina justamente en la dirección opuesta. Estamos dejando atrás miles de años de “comunidad humana” para profundizar nuestro individualismo. Año con año los ciudadanos modernos pasan cada vez menos tiempo con sus amigos y familiares y cada vez más con sus trabajos y sus aficiones individuales. La comunicación inmediata ha aumentado (con celulares y correo electrónicos), pero la calidad de la conversación ha disminuido. Una investigación de sicología social mostró, por ejemplo, una elevada correlación entre el grado de felicidad declarado por las personas y el número de confidentes íntimos con los que acostumbraban conversar sus problemas. Las casas norteamericanas son crecientemente amplias y dotadas de facilidades para “miembros de una familia que quiere saber lo menos posible uno del otro”).

Otro autor, Benjamín R. Barber, ha identificado las tendencias de la sociedad moderna como una especie de regresión infantil a la inmadurez (en su libro Consumed. How markets corrupt children, infantilize adults, and swallow citizens whole). Priorizamos, dice Barber, las imágenes en detrimento de las ideas, el placer y no la felicidad, lo privado y no lo público, el egoísmo contra el altruismo, la gratificación instantánea en lugar de la satisfacción duradera, el placer sexual y no el amor erótico, el dogmatismo contra la duda.

Por donde se le mire, afirma McKibben, toda investigación confirma que la gente que tiene amigos, se relaciona de manera íntima con su familia y participa en grupos sociales es más feliz. Lo cual no deja de sorprender, porque las ataduras sociales disminuyen la libertad individual que se supone es el “bien máximo”. Después de todo ser un buen amigo impone algunos sacrificios.

Nunca pregunté el nombre de nuestro taxista etíope. Pero estoy seguro que es más feliz que la mayoría de los adinerados pasajeros que conduce en Manhattan. La mayoría de ellos no baila.

(www.jorgezepeda.net)

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