Las bibliotecas particulares tienen un origen cierto y un incierto porvenir. Sabemos cómo nacen, quizás cómo se hacen, pero nunca sabremos cómo se pierden, se queman, se destruyen... o cómo simplemente quedan dispersos acá, allá o acullá: el destino es incognoscible en cualquier existencia.
Toda biblioteca empieza con unos cuantos libros que, una vez leídos, quisimos conservar en un espacio físico de nuestra casa de recién casados. Para conservarlos debe haber existido en los cónyuges la previa afición de la lectura y la ilusión de que en su hogar crezca, antes o después de un hijo, el pequeño refugio dónde conservar y disfrutar los libros entrañables.
No que sean solamente aficionados, deben ser fanáticos de la lectura. No basta con haber sido deleitados con un libro o con dos o tres: eso constituye un buen principio que después se volverá un hábito: leer libros, conservarlos; se hará adicción; la adicción se tornará en vicio y éste se encargará, ab infinitum, de hacer crecer la biblioteca que todos soñamos tener; aunque eventualmente podría ser un conflicto hogareño que también resolverá la vocación de dos por la lectura.
¿Por qué necesitamos atesorar libros? ¿Y para qué, si los sabios dicen que nuestro cerebro es capaz de memorizar todo lo aprendido y las neuronas responden con diligencia a la convocatoria de recordar, por lo menos, lo que bien se ha leído? ¡Ay!...pero si eso fuera una certeza absoluta no tendríamos estantes repletos de libros, enciclopedias y colecciones en todos los sitios de nuestros hogares; no dejaríamos un libro en el buró cercano a la cama ni en la preeminencia del ropero; tampoco los empalmaríamos en la mesa del hall a la entrada, a lo largo del pasillo bajo el haz de un tragaluz o en la vitrina del comedor; ni menos cometeríamos el grosero despropósito de mantener un texto de temática ligera en la tapa que cubre el depósito de agua del eufemismo sanitario, sitio que nos permite leer en absoluta clausura, sin otro apremio que el gañir de tripas en nuestros dentros.
Hablo ahora por mí, que adquiero libros con la obsesión de saber lo mucho que ignoro. El proceso es igual al que viven todos los adictos. En la propia librería escojo el libro para hojear y ojear sus páginas, pues ambos actos se pueden hacer a un mismo tiempo; y si del texto saltan a mis ojos algunos pasajes interesantes lo compro de inmediato. Ahí mismo subo a la cafetería, pido una taza de americano y reviso las páginas con menos prisa, sólo por la gana de sopearlos en el café, como si fueran pan de dulce y a reserva de disfrutar una serena lectura en nuestro hogar; pero si mucho me seduce, salgo y echo a andar en busca de una calle tranquila o de una sombreada plaza pública, que ahora ya no hay muchas, e inicio la lectura. Así, evoco en un respiro, fueron los primeros días de mi vida en el Distrito Federal en que aprovechaba mis ocios leyendo novelas en el parque México.
Uno se hace con muchos libros a lo largo de sesenta años de impulsivas compras y lecturas compulsivas. A veces los abandonamos por no encontrar en su contenido lo que nos hubiera gustado hallar. Pero luego nos regalan libros, los compramos, nos los prestan y por descuido nos quedamos con ellos. Muchos se alinean, unos junto a otros, sobre los plúteos de los estantes, en esa anárquica espera de que el bibliófilo encuentre tiempo para organizar la sedente y sapiente presencia de los textos en el sitio que presuntuosamente llamamos nuestra biblioteca.
Nos resistimos a pensar en el siguiente destino de los libros y nos da flojera elucubrar sobre ello, a sabiendas de que los libros hablan y por lo tanto aconsejan si se leen. Sólo cuando se recorren sus renglones, página por página, palabra por palabra, frase por frase, podemos encontrar lo que los libros piensan y anhelan decirnos. Como lo dictado por Montesquieu: “Hasta que un hombre no haya leído todos los libros antiguos, no tiene razón para preferir los nuevos”...o lo que en su lecho de muerte exclamó Marcelino Menéndez y Pelayo: “Qué lástima morir, cuando me queda tanto por leer”.
Los libros extrañan la caricia de los dedos en las portadas, en las hojas y en los lomos, y ansían recibir el soplo de un aliento para que desaparezca el polvo de los años. Quien ha sido gozoso bibliófilo sabe que así puede disfrutar el conocimiento de la vida humana, gran elucidario en que Dios acumuló la intensa y extensa sabiduría del orbe. Así de simple...