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Los pantagruélicos

Gilberto Serna

Hay los que acuden a las grandes urbes en el mundo a celebrar con gran alegría y boato, otros acuden a los centros turísticos de moda a pasarla bien y hay quienes, los menos, se conforman quedándose a cenar en casa con unción y recogimiento. Los platillos van desde el pavo relleno en trufas, hasta el bacalao noruego, obviamente escanciados con finos vinos. En cierto rincón de la mansión algunos, impregnados del espíritu navideño, adornan con relucientes esferas y foquitos de colores las ramas de un arbolito a cuyo tronco arriman la Nochebuena los regalos envueltos en papel con bellos adornos alusivos a la fecha que rememora el nacimiento, en un humilde pesebre, de Jesús de Nazareth. Lo mismo ayer que hoy los mexicanos acuden en escaso número a los templos de la localidad, los que a su bolsillo no les da para más. Son días de recato y oración en que el espíritu de los mexicanos ve a los demás como sus hermanos por única vez en el año, dando rienda suelta a sus sentimientos de concordia y amistad.

No me sorprendió leer en las columnas de noticias de El Siglo de Torreón que los miembros de la Cámara Alta se preparan para agasajarse. Con dinero del pueblo están decididos a consumir, en un festín culinario, ricos y suculentos platillos que algunos no han ni siquiera olfateado en todas sus regaladas vidas. Dignos de un monarca sibarita las viandas que estarán al alcance de los afortunados legisladores. Se gastarán la friolera de 1.72 millones de pesos en abarrotes, cremería y salchichonería. Por obra y magia de estos graves señores, que trabajan para los mexicanos, convertirán, por una noche, los comedores del palacio legislativo en una réplica del Palacio de Versalles en que esmerados criados en librea, servirán las lujosas charolas con abundante y vaporoso condumio. La casona de Xicoténcatl se vestirá de manteles largos. El menú incluye langosta, ¡Guay! Una comida de primer mundo en un país de tercera. Aludir a que la mitad de los mexicanos no probarán ni tan siquiera los sabrosos romeritos, está de sobra.

Perdón me quede pensando ¿qué sentirán sus gaznates cuando sus papilas gustativas perciban la carne de codorniz? ¿la de faisán? ¿la de perdiz? ¿distinguirán y disfrutarán el sabor de, oiga usted que excentricismo, los cortes de búfalo? Y vayamos más lejos, si el búfalo razonara ¿se sentiría honrado de ser masticado y engullido por hombres yacentes? ¿sus paladares, los de los senadores, percibirán la diferencia entre un filete de lenguado y uno de robalo? ¿habrán probado con anterioridad el salmón o los langostinos? ¿las nueces de macadamia? La cosa es que la abundante y dispendiosa comida no está al alcance las clases populares. ¿Tendrá eso alguna importancia? Al parecer nuestros políticos son poseedores de una descuidada sensibilidad. Es, utilicemos las palabras correctas, un descaro increíble, una falta absoluta de decoro, una impudicia y una ausencia de conocimiento de lo que pasó en la fortaleza de la Bastilla el 14 de julio del año de 1789. La humanidad, en esta época como en aquella, parece estar perdida.

El escritor francés Francois Rabelais (1494-1593), creó a su conocido personaje Pantagruel, en la novela del mismo nombre, personifica el carácter de la realeza y sus apetitos insaciables. Concentro sus dotes literarias para el sarcasmo y la sátira en la descripción del mundo clerical y teológico. A partir de su obra el mundo ha convertido en proverbial el vocablo pantagruel, dirigido al que come en abundancia, al que se da unos atracones opíparos, de antología, al que se sirve a la mesa con gran abundancia, en una palabra a un glotón, tragón o heliogábalo que no le importa cometer el pecado de la gula. En fin, lo que se prepara, a costillas del pueblo, es una comilona de Dios Padre y muy Señor nuestro. Un banquete pantagruélico que no los hará olvidar las carencias de quienes los han llevado a ocupar su sitial. Es el colmo de las desvergüenzas. No se tiene una medida de lo que está bien o está mal hecho. No se trata de que dejen de comer sus antojos, total allá ellos y sus futuros achaques, si no de darnos cuenta de la abismal distancia entre los que tienen y los que no. En fin, la historia nos da lecciones que no queremos o no podemos aprender.

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