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Los privilegios del espectador

Jesús Silva-Herzog Márquez

José Ortega y Gasset agrupó buena parte de sus artículos periodísticos de en los volúmenes de El espectador. Relata él mismo que el rótulo que eligió para sus compilaciones no recibía aprobación universal. Ostentarse como espectador parece vanidad de un diletante. Una carta que recibió el filósofo concluía: “Pero siento que se dedique usted exclusivamente a ser espectador”. Ortega trató de tranquilizar a su corresponsal aclarando que le resultaba indispensable acotar una parte de sí mismo para la contemplación en un tiempo que hervía de pasión política. Todo parecía supeditarse a la política, esa actividad que para él era la desagradable subordinación a lo utilitario. Una nación, sugería, no era un compuesto de soldados, obreros y oradores. A esas tres clases había que sumar a los espectadores, los amigos del mirar. Esa es la justificación del título: el espíritu antipolítico del espectador mira sin atender utilidades ni computar beneficios.

El espectador mira con atención. Se integra a la sala de un auditorio para observar el evento. No carga la responsabilidad de la función y se dispone a disfrutarla. Puede seguirla para después elogiarla o criticarla con severidad. Si el asistente al concierto termina echándose una siesta, no pasará a mayores con tal de que no ronque. Son los derechos esenciales del espectador. Es cierto que el público de una sala de conciertos tiene menos derechos que el público de un estadio de futbol. No es libre, por ejemplo, de aplaudir cuando le da la gana, no puede hablar mientras los músicos tocan la partitura y debe esperarse al momento justo para toser. En cambio, quien se instala en un estadio puede gritar todo lo que quiera. Es casi obligatorio seguir los ritos tribales del fanatismo: corear una cantaleta e insultar festivamente al adversario. El público que asiste a ver un partido de tenis seguirá otras normas. Mientras la cabeza va y viene siguiendo la pelota, habrá que quedarse bien callado. Se vale el aplauso sólo cuando el tanto concluye. Los códigos del espectador cambian, pues, de acuerdo al espectáculo. Lo que no cambia nunca es la separación entre espectador y protagonista. Una valla a veces simbólica, a veces real aparta a los mirones de los protagonistas. El melómano puede llegar a estar muy cerca del director de orquesta pero no puede instalarse frente al atril o sentarse entre el violín y el cello. El aficionado al futbol tiene prohibido saltarse el cerco para comerse la torta en el centro de la cancha y gritar la porra en el área chica. Los deleites del mirón tienen su sitio.

El espectador puede dejar de serlo y convertirse en concertista, atleta, actor. Después de muchos años acudiendo al teatro, a la sala del recital o a la arena para ver a otros, puede convertirse en el centro de las miradas como actor, músico o deportista. Nadie dudaría que, si eso sucede, el nuevo protagonista acudirá al foro con otra tarea, siguiendo otro código. Naturalmente, dejará su asiento entre la muchedumbre para ocupar un lugar en el escenario. Y aquellos privilegios de espectador cederán ante los deberes de quien carga el espectáculo en sus hombros. Sería una función grotesca aquella en que los personajes centrales se comportaran como se actúa desde las graderías. Sería un espectáculo ridículo el que presentara un equipo de futbol que, tras años de ser espectador de la liga, apareciera en el torneo conservando las costumbres del fanático. Imaginemos el absurdo de esta confusión. Los futbolistas que finalmente ocupan la cancha del estadio, olvidarían el balón para hacer la ola. En el momento en que el equipo contrario atacara, el equipo debutante se organizaría. No se coordinaría para defenderse del embate de los contrarios, sino para gritar una porra y para maldecir al adversario. Y cuando recibieran el primer gol, no se dispondrían al contraataque, sino a gritar que el partido ha sido una trampa: ¡estos miserables están tratando de golearnos!

El espectáculo de nuestro Congreso no es muy distinto a esta escena tan absurda que resulta inverosímil. Pero la política convierte lo ridículo en ordinario. Para decirlo sencillamente, los legisladores del Partido de la Revolución Democrática no se han percatado que son legisladores, que forman parte del régimen institucional del país, que tienen una representación muy amplia, un poder extenso y buenas probabilidades de orientar las decisiones del Congreso federal. Y sin embargo, la bancada perredista en la Cámara de Diputados se comporta como si fuera un contingente de activistas que denuncia las imposiciones de un poder ajeno que no los escucha. Subrayo lo grotesco: los diputados se comportan así, dentro del propio Congreso. No es que complementen su actividad legislativa con la protesta y la manifestación pública. Creen que su responsabilidad consiste en orquestar una rechifla. Subrayo: no se coordina una oposición legislativa en términos de una estrategia parlamentaria, sino que se combinan los esfuerzos para la gritería y la denuncia. Lejos de confeccionar un plan para emplear los recursos parlamentarios a su disposición, los legisladores de aprestan al grito y a esa forma de la tontería tumultuaria: la consigna. En lugar de construir un argumento para rebatir las propuestas criticadas, se afina la voz para repetir las cantaletas ñoñas de sus lemas. Quienes tienen derecho a usar la tribuna, deciden bloquear su acceso. Quienes habitan el foro de la deliberación renuncian a su deber de esgrimir razones para repetir un sonsonete.

El espectáculo es sencillamente ridículo. Es entendible que un grupo social desfile por las calles, enseñe sus pancartas y coree sus lemas. Pero que lo haga una bancada legislativa es sencillamente absurdo. Los legisladores no gozan ya de los privilegios antipolíticos del espectador: tienen la responsabilidad de actuar.

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