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Los últimos días de José Lezama Lima

EL UNIVERSAL

LA HABANA, CUBA.- A mediados de 1976, José Lezama Lima orinó sangre. El escritor aseguraba que los Lezama tenían la costumbre de morir al trasponer las puertas de un hospital, así que se negó a ser internado. Pasó los días abatido, mientras un ?enemigo rumor? empezaba a rondar su pequeñísimo departamento en la calle Trocadero.

El seis de agosto de ese año una amiga lo vio tan mal, que le envió una ambulancia. Pero Lezama se siguió rehusando a salir: ?Hoy no estoy para hospitales?. Al día siguiente se cayó en la sala. No tuvo fuerzas para ponerse de pie. Su esposa se vio obligada a salir a la calle para pedir auxilio: dos peatones la ayudaron a llevar a la cama al escritor, que tenía unos 150 kilos de peso.

El domingo ocho de agosto Lezama se iba: regresó la ambulancia. Pero los enfermeros no pudieron sacarlo por la puerta. ?No cabía, materialmente no había manera de hacerlo pasar por ahí?. A alguien se le ocurrió sacar la camilla por la ventana; esa visión extraña -el enfermo saliendo en camilla por la ventana- hizo que los vecinos de la calle se juntaran frente a la puerta.

Una muchacha de 22 años abría en ese momento la puerta contigua. Era vecina de Lezama desde hacía una década. Vivía con su esposo e hija un piso arriba del escritor, y desde su sala alcanzaba a ver el patio y la cocina de éste.

?Iba mal?, recuerda Hilda Elisa Capote 30 años después. ?Los enfermeros resoplaban para mover la camilla?.

Lezama cerró los ojos para no verse a sí mismo protagonizando aquello.

Ese día, el autor de Paradiso ingresó en el pabellón José Elías Borges del Hospital Calixto García. El periodista Ciro Bianchi recuerda que fueron a verlo Virgilio Piñera y Roberto Fernández Retamar. Esa madrugada murió. La ceremonia fúnebre convocó a personajes como Cintio Vitier, Eliseo Diego, Heberto Padilla y Mario Benedetti.

Al pie de la tumba, Vitier leyó un discurso de despedida: ?Ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee. Realízate, cúmplete. Sé anterior a la muerte?.

Esa noche, al volver a casa, la mujer de Lezama encontró un paquete que llegó por correo. Contenía el primer tomo de sus Obras Completas, publicadas en México por editorial Aguilar.

?Lezama las había esperado con ansiedad. Quería colocarlas en la vitrina de la pequeña sala donde almacenaba con orgullo las diversas ediciones de sus libros?, dice Bianchi.

Tres décadas después, la calle Trocadero, a la que Lezama llegó a vivir en 1929 con su madre y su hermana, es una ruina esplendorosa. Los antiguos edificios suntuosos de finales del siglo XIX, a punto de colapsarse, están apuntalados con vigas. Se han convertido en vecindades populosas, de pasillos oscuros. La vieja carnicería desapareció. Hoy es un punto de venta de leche. El resto de los vecinos murieron o se fueron. La casa de Lezama Lima se convirtió en museo.

La muchacha, que en 1976 lo vio salir rumbo al hospital, es hoy una mujer de 52 años que por las tardes se sienta a ver televisión y todavía alcanza a ver desde su sillón el viejo patio, la extinta cocina de Lezama.

?Era un hombre amable, pero silencioso e introvertido?, explica.

Cuando Hilda Elisa Capote llegó a vivir ahí en 1966, Lezama prácticamente se había retirado del mundo. Salía poco, engordaba mucho y fumaba puros. De tarde en tarde recibía tertuliantes con los que se le oía discutir acaloradamente.

?Venían Roberto Fernández Retamar, Antón Arrufat, Cintio Vitier, otros escritores. Pero de vez en cuando le daban ataques de asma, y entonces la casa pasaba varios días en silencio?, dice.

Luego de su muerte, la viuda decidió entregar la casa al Estado, para que levantara un museo dedicado a su memoria. El Estado se llevó los bienes: los libros (?¡casi diez mil!, dice Ciro Bianchi) fueron a dar a la Biblioteca Nacional. De los muebles (antiguos, de aire aristocrático) no volvió a saberse más.

En el Museo Hemingway, ubicado en una quinta de San Francisco de Pavia, se tiene la impresión de que el autor de El Viejo y el Mar salió a la calle y volverá en cualquier momento. En el Museo Lezama no ocurre lo mismo. El espíritu del escritor no se encuentra ahí, por más que se exhiban sus cuadros y sus libros.

?Ya no está el sillón en el que se sentaba junto a la ventana?, dice Hilda Elisa Capote. ?Desapareció el comedor, y desaparecieron los finos muebles de la sala?.

Sólo queda el escritorio, lleno de piedras y abrecartas, y unos cuantos libros que ilustran sobre sus lecturas: Kant, Hegel, San Agustín, Santo Tomás, Gide, Chesterton, Joyce y los 20 tomos de una enciclopedia apasionante: The Great Events by Famous Historians. En una repisa está también el jarrón decorado con pequeñas escenas antiguas, que Lezama describe en el capítulo XII de Paradiso.

Cae la tarde en la calle Trocadero y una luz gris se filtra hacia el patio y las habitaciones inferiores. La calle está en silencio. Todo parece lejano. Esa era la atmósfera que rodeaba a Lezama cuando escribía, a mano, las páginas demoradas de Paradiso, de Enemigo Rumor, de Oppianio Licario.

Hilda Elisa ocupa el sillón de siempre, al lado de su esposo, un técnico en fisioterapia jubilado. De pronto ellos también se quedan en silencio. Jamás han leído a Lezama, pero ella sigue recordando el momento en que el escritor cerró los ojos al salir, aquella tarde, por la ventana.

?Era un hombre extraño ?dice-. Ahora que lo pienso, era un hombre extraño?.

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