Principalmente dos escenas quedaron tatuadas en mi mente: la primera: cuando la familia de menonitas se baña en la noria, y es perseguida –interminablemente—por la cámara que se mueve sobre el agua como cabeza de serpiente; la segunda es aquélla de los recorridos circulares de la camioneta –y la cara del protagonista— al despedirse del amigo para visitar a la amante. El director Carlos Raygadas y el fotógrafo Alexis Zabe tienen ojos, y la película que lograron –Luz Silenciosa— es un remanso que invita a respirar de forma distinta.
Es un círculo que comienza con un amanecer y termina con la puesta de sol, atrapando hasta dejar la butaca con media sonrisa perpleja. Otros ya han hecho lo mismo: Miles Davis, y el saxo tenor John Coltrane, grabaron en 1959 uno de los discos más influyentes de la historia del Jazz. Con sus solos convincentes, con su romántica y melancólica elegancia, Kind of Blue es una pieza única, serena y de emocionalidad intensa, justo como el filme de Reygadas, pertenecientes ambos a la autentica legión de obras de arte que logran poner los dedos en las sienes, que hacen entrecerrar los ojos, mientras –a nuestro alrededor— todos los espectadores hacen los mismo. El mérito de Reygadas convive con el riesgo y con el logro: el resultado es un silencio luminoso.
En ocasiones me podría ocurrir leer los párrafos anteriores y ni siquiera saber a lo que me estoy refiriendo. Hablo en serio. Hay en el aire una cotidiana trivialidad que invade y que ciega, donde cualquier jugo del estómago –o del alma— es perorata inocua. La vulgaridad ambiental todo lo invade. No sé. A veces ignoro lo que estoy diciendo, pero continúo escribiendo, tratando de buscar el párrafo, moviéndome en base a la intuición de que allá, en el fondo, tal vez hay algo más. No sé. Siento que hay alguna puerta, y que en su abrirse, podría desatar alguna noche de nostalgia que deje ver algo, la imagen de ese hermano regando el pasto que ya se fue, el solitario terminar de un sueño. Entonces, cuando las luces cambian de tono, cuando el cielo se oscurece, es el momento indicado para revivir en el tocacintas al bueno de Miles.
Pero seguramente el día siguiente será de despertar y correr y el diario trajinar será nuevamente ciego del finito acontecer. Pasarán los días y las semanas, irremediablemente, hasta que de pronto, por algún milagro, tal vez podría aparecer otra puerta –una luz— que mostrándose se abra, dejando brotar un remanso para acompañar alguna esperanza. Es como la pluma blanca de un ave que flota lentamente en algún contraluz. Como alguna hamaca, allí, esperando a la sombra de algún árbol. Como aquello que inquieta y que fascina. Como aquello que hace vivir. Digamos que en ocasiones estamos solos –que siempre estamos solos—, y que recargados en la almohada cerramos los ojos, buscando tal vez alguna explicación, mientras la noche sigue allí, largamente, seguida por el comienzo de los gallos, y fundida a un amanecer luminoso, silenciosamente.
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