Me da por sudar calenturas ajenas; es decir, me avergüenzo y padezco por acciones de las que no soy directamente responsable. Así, cuando en una fiesta llega más gente de la esperada, me angustia pensar que no habrá comida o bebida para todos, o cuando un conferencista aburre con su disertación, me entra la inquietud tanto por él como por el público que fue a escucharlo; imagínese lo que sufro cuando en un concierto, conferencia o exposición de cualquier tipo, veo que sobran tres cuartas partes de los asientos. Claro que no resuelvo nada y mi sufrimiento es tan inútil como hablar de él; sin embargo, debo referirme a uno que padezco intensamente, porque formo parte del mismo gremio que sus protagonistas, lo cual hace menos ajena mi calentura.
Es el caso de los maestros, que en México se están convirtiendo en sinónimo de porros. Que nadie se sienta injustamente tratado: no me refiero a los maestros buenos, preparados, responsables y cumplidores (que los hay, y muchos), sino a ese conglomerado bárbaro que se afana en destruir el espíritu de nuestra nobilísima carrera, participando como no se debe en situaciones igualmente indebidas.
Hace justamente un año el movimiento magisterial de Oaxaca, en su ya tradicional presión por obtener mejoras salariales, tuvo a mal asociarse con la APPO (Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca). La alianza dio lugar a una cruzada infausta y destructiva, en la que además del desprestigio nacional y la integridad de edificios históricos invaluables de su propia ciudad, se llevaron de encuentro una de las tradiciones más bellas, mundialmente admiradas y que mayor beneficio económico dejan al estado y a quienes en ella participan: la Guelaguetza. Sin embargo, lo peor no fue esto, sino los meses completos que se perdieron de clases, lo que cientos de miles de niños dejaron de aprender y tuvieron que sufrir, al encontrarse con unas vacaciones forzadas, incompatibles con las de su familia y en las que no les quedó otra más que tirarse a la vagancia o ponerse a trabajar. Por si fuera poco, los mentores rijosos volvieron a las aulas, justo a tiempo para cerrar el ciclo escolar, ensayando el bailable y preparando el convivio y bien dispuestos para las vacaciones de verano. Tuvieron el descaro de entregar certificados absolutamente inválidos, puesto que nadie pudo aprender lo que nadie estuvo ahí para enseñar. Créame, yo sé lo que significa una hora de clase que se pierde y sus repercusiones en el aprovechamiento del alumno. (¿Quién puede extraerse de los niveles alcanzados por el estudiantado nacional en las pruebas evaluadoras del conocimiento?).
En fin, como para conmemorar el aniversario de esta vergüenza de resultados fallidos, los profesores de la CNTE (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación) ahora se coolgaron de la nueva Ley del ISSSTE (incomprensible para quien no sabe razonar) para hacer pública, una vez más, su penosa condición. No sólo volvieron a suspender clases, sino que atropellaron la ciudad capital para enloquecer el tráfico, bloquear el acceso a edificios públicos y privados y la cereza del pastel, levantar primero y derribar después muretes de ladrillo en la Plaza de la República, como si se tratara del patio de su casa. Por su parte, la Sección 22 del SNTE, en Oaxaca, de nuevo abandona las aulas y con ellas a más de un millón de educandos para reiniciar el ciclo, con el apoyo, claro está, de la disidencia magisterial y de los oportunistas de siempre, atentos a cualquier posibilidad de manifestación y lucimiento.
¡Qué falta hace en nuestra lengua un nuevo vocablo para nombrar a estas personas, que profanan a diario el de “maestros”!
Han olvidado (tal vez no lo supieron nunca) que la profesión que ostentan les obliga no sólo a transmitir conocimiento, sino a formar y dar ejemplo de humanidad y de ciudadanía. ¿Cómo puede un profesor, por ejemplo, enseñar el respeto a la Ley y violarla flagrantemente atacando la vía pública y la propiedad privada y nacional? ¿Cómo enseñar hábitos de limpieza y orden, como poner la basura en su lugar, mientras dejan a su paso toda la imaginable, incluyendo el escombro de sus barricadas y muros derruidos? ¿Con qué cara se le puede exigir a un estudiante que asista a la escuela y trabaje en forma responsable, cuando su profesor, ocupado en mítines y levantamientos, falta a clases semanas enteras y luego cobra su sueldo, como si lo hubiera devengado?
Puede haber miles de explicaciones para las protestas y exigencias de los profesores que andan de plantón, pero no son justas, desde el momento en que ellos no cumplen en justicia con su labor. Aun si los salarios son bajos –que lo son–, no debieran cobrarse cuando no se ha trabajado para ganarlos. Y no se trata solamente del ejemplo que se da (antítesis de lo deseable); hay mucho más de fondo. Al teorizar sobre la ética del docente, Manuel García Morente identifica a la ignorancia como el vicio más desastroso, de suyo intolerable, en la carrera magisterial, porque el profesor que no sabe lo que debe saber, se niega a sí mismo como docente. ¿En qué radicará el saber de los profesores que rompen vidrios, queman puertas, asaltan predios, insultan, destruyen, desconocen la Ley, trafican con sus horas de trabajo o se expresan como la maestra entrevistada y tristemente puesta al descubierto la semana anterior, incapaz de articular una sola oración con sentido o de pronunciar correctamente una sola de las palabras de su imposible discurso?
Cada vez que se piensa en los gravísimos problemas de México y en sus posibilidades de solución, la respuesta es la misma: nos falta educación, mejorar la educación, atender el rezago educativo… ¿Y cómo vamos a hacerlo, si los protagonistas de la educación, ignorantes no sólo de su materia, sino de su misión pública y su obligación de ser ejemplo, tienen perfiles como los comentados?
¿Cómo, si las generaciones que aprenden de ellos reciben lecciones tan lamentables como las descritas y sabemos que igual o peor las van a practicar apenas salgan de la escuela? ¿Y cómo cambiar las cosas, si lo que sucede porque es tolerado, propiciado y alimentado por el liderazgo de políticos cuyo empeño es el enriquecimiento personal y el empoderamiento sin límites –propio y familiar–, dejando fuera a todo el país?
Hay muchas culpas en toda esta situación: los maestros no son apreciados ni ganan lo que deben y por eso protestan (lo demás es rollo). El Gobierno se desentiende irresponsablemente de los gravísimos vicios que imperan en el sector educativo, dejándolo en las manos perversas de líderes que, aunque autoritarios y respetados por sus súbditos, evidentemente sólo velan por lo suyo. La sociedad desprecia el trabajo de los profesores, porque sabe de la ignorancia y las fallas de muchos; sin embargo, no hace nada por exigirles otros valores ni se preocupa por que se dignifique la profesión (no con discursos del Día del Maestro, sino con capacitaciones de resultados medibles y confiables). Todos somos responsables y la culpa de unos no exonera en forma alguna a los otros. Es el resentimiento crónico del profesorado por la mala retribución de su trabajo, pero también su malísima preparación, la indiferencia acumulada de la sociedad civil, los sindicatos viciados que protegen indiscriminadamente sus acciones y omisiones, así como la debilidad del Gobierno, que sexenio a sexenio habla, pero no actúa, lo que anula la profesión, imposibilita su eficacia y nos hunde cada vez más en el desaliento y la desesperanza. Si no somos capaces de resolver nuestros otros problemas, en gran parte de debe a que no hemos resuelto éste. Hay que asumir la responsabilidad que tenemos y hacer algo, pero pronto, antes de que sea imposible.
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