Las reformas políticas de la segunda mitad del siglo XX todas, sin excepción, fueron recibidas con beneplácito por parte de la opinión pública. La más reciente reforma electoral ha recibido un rechazo generalizado, según datos de Reforma, son cuatro de cada cinco ciudadanos los que dudan de ella. ¿Por qué? ¿Será que los ciudadanos no entendemos del asunto? ¿Será que tenemos una predisposición en contra de los partidos? ¿O será que tenemos razón? La animadversión generalizada parte de una corazonada correcta: en esta reforma no hubo buena fe.
Alguien podría levantarse en armas y decir que un criterio así es totalmente subjetivo. ¿Será? ¿O quizá, una vez más, estamos subvalorando a la opinión pública? En una reforma política de verdad, progresiva, hay un principio muy sencillo pero contundente: aquel que tiene el poder cede, no todo, pero por lo menos una parte del poder. Eso sí supone un cambio de fondo. No lo hacen por ser buenas almas. Se llega a la cesión de poder porque se está claro que la continuidad del statu quo pone en riesgo todo el poder. Quien cede lo hace por conciencia de la inviabilidad de seguir con la misma fórmula. Ceder poder desde el poder es el rasgo que caracteriza la autenticidad de una verdadera reforma.
Eso fue lo que no ocurrió con la actual reforma llamada de Estado. Los partidos efectuaron las reformas de los otros, pero no la de sí mismos. Revisemos a vuelo de pájaro algunos expedientes de transiciones muy mentadas. A la muerte de Franco, el franquismo cedió poder a las otras fuerzas políticas excluidas de la vida pública. Eso le dio un contenido de autenticidad que aún hoy sigue maravillando al mundo. No hubo otra guerra civil; desde el poder se admitió que el pacto era disfuncional, indebido, indecente. El franquismo no desapareció, una reforma nunca es un suicidio, pero sí es una amputación, una amputación consciente de los excesos de poder. En Sudáfrica ocurrió lo mismo: el Apartheid era insostenible y desde el poder se accedió a las múltiples demandas y resistencias externas. La cesión nunca es gratuita. Siempre responde a presiones externas. En Chile Pinochet convocó al plebiscito accediendo a una insostenible demanda de apertura. Se la jugó y perdió.
En México es claro que las sucesivas reformas iniciadas a finales de los años setenta fueron una amputación real del excesivo poder concentrado en el Ejecutivo. Insisto: no fue una graciosa concesión sino una respuesta a una demanda real. El Ejecutivo cedió el control del aparato de administración y control electoral precisamente porque las elecciones del 76 evidenciaron la ausencia de una verdadera apertura democrática. Pero en la pomposamente llamada “Reforma de Estado” quien la organiza, los tres partidos políticos mayores, no ceden nada, al contrario ratifican la concentración de poder en ellos. Por eso no se les cree. Para ejemplo basta un botón.
Una pieza central de la reforma del 93-94 fue la figura de los consejeros ciudadanos. El Ejecutivo y los partidos cedieron poder a un grupo de personas, en teoría ajenas a los partidos. La idea fue excelente, aunque en la realidad desde entonces hubo un acomodo entre los partidos. Allí quedó sembrado el origen del control por parte de los partidos sobre el órgano electoral. Las que debieran ser designaciones en función de la seriedad profesional e independencia se convirtieron, poco a poco, en negociaciones y cabildeos entre ellos. Lo peor es que se somete a los aspirantes a un coqueteo para conseguir la designación, coqueteo nada menos que con ¡los propios partidos políticos! Hay así una aduana perversa: nuestros árbitros electorales deben recibir el apoyo de las fuerzas que habrán de regular.
La semana pasada apareció otra perla de esta perversa fórmula de designación. Una modificación de la Ley Orgánica del Congreso pretende dotar a la Junta de Coordinación Política de la Cámara Diputados de facultades para “establecer el proceso para la integración del Consejo General del Instituto Federal Electoral”. Será ese órgano el que presente al pleno de la Cámara de Diputados “las propuestas de nombres para ocupar los cargos de consejeros para su elección por ese órgano legislativo”. ¡Fantástico! En pocas palabras se legaliza la repartición de los puestos entre los dirigentes de los tres grandes. El argumento no podría ser más absurdo y revelador: “De acuerdo con la legislación vigente, sería muy complicado que el pleno de la Cámara de Diputados pueda establecer el mecanismo de selección de esos consejeros electorales”. Resulta entonces que hay que quitarle al Pleno los asuntos “complicados” para que sean resueltos por las dirigencias, ¡Genial! Por ese camino mejor desaparecemos al Pleno por incompetente. La democracia es complejidad.
Fórmulas institucionales para designar consejeros independientes hay muchas, lo que ocurre es que los partidos no quieren verlas porque eso sí de verdad sería ceder poder. Van tres, nada más como provocación. Que el Senado proponga una docena de nombres y la Suprema Corte decida. Otra, viceversa, que la Suprema Corte seleccione y el Senado designe. Otra: listas cruzadas como las que operan en los paneles del TLC. El partido X propone a la docena de aspirantes y los partidos Y y Z seleccionan. Por supuesto seleccionan a los menos afines a X. Lo mismo ocurre con la selección de la lista de Y y Z. Con otra ventaja: el incentivo a la larga es el de presentar candidaturas verdaderamente profesionales e independientes porque todos corren el riesgo de caer en manos de charlatanes.
Por esto el ciudadano no cree en la “Reforma”, porque es un engaño. Pero hay más asuntos y muy graves. Hablaremos del Art. 6º constitucional “intermitente”.