El sacerdote jesuita Carlos G. Valles, en su libro Ojos Cerrados, Ojos Abiertos, nos relata la historia de “Un rey que en su avaricia, había apresado y encarcelado a Háyarat Saheb, a quien todo el pueblo veneraba y reverenciaba como a hombre de Dios y profeta de su pueblo, e hizo saber que no lo pondría en libertad hasta que el pueblo no pagase una muy elevada cantidad de dinero por su rescate. Una manera un poco primitiva y salvaje de cobrar impuestos. El rey sabía que el pueblo veneraba al santo, y pagaría.
Pagaron mucho, en efecto, pero la cantidad recaudada no llegaba aún a lo estipulado. Una viejecita de un pueblo lejano se enteró también de lo que sucedía y quiso contribuir en su pobreza. Era hilandera, y todo su capital en aquel momento eran cinco madejas recién hiladas. Las tomó y se encaminó a palacio a entregarlas para el rescate.
La gente, al verla pasar, se contaban unos a otros su caso, y no podían menos de sonreírse ante la ingenuidad de su gesto y la inutilidad de su esfuerzo. ¿Qué valían cinco madejas de hilo en un rescate de millones? Algunos incluso se lo decían a la cara para disuadirla de su empeño.
Pero ella seguía su camino y contestaba: “No sé si pondrán en libertad a Háyarat Saheb o no. Lo único que pretendo es que cuando Dios en su juicio me pregunte qué hice yo cuando Háyarat Saheb estaba en la cárcel, no tenga yo que bajar los ojos avergonzada”. Y presentó su ofrenda.
El rey, a cuyos oídos había llegado ya su historia, liberó al hombre de Dios.
Sabemos que el alma de la humanidad está en la cárcel. ¿Cuándo nos pondremos en camino con nuestras cinco madejas?
Esta historia que ahora relato, me llama la atención porque nuestra época se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier precio, y por el correspondiente olvido -mejor sería decir miedo, de todo lo que pueda causar esfuerzo y sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, sacrificio y vida eterna, resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido. Por eso es importante ser “sal”, que impide la corrupción de las personas y de la sociedad en la cual vivimos, y ser “luz”, que no sólo alumbra sino que calienta, con la vida y la palabra; es importante que estemos siempre encendidos en el amor, no apagados e indiferentes, para que nuestra conducta refleje con claridad el rostro amable y compasivo de Jesucristo.
Cada uno de nosotros ha recibido determinado número de talentos (la inteligencia, la capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los bienes temporales, etc.). Pero no confundamos, no somos dueños, sino administradores de esos bienes de los que hemos de dar cuenta. “A quien mucho se le da mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá”. Ésa es la gran responsabilidad que tienen todas aquellas personas que son en verdad inteligentes y hacen muy poco o casi nada para enseñar valores morales y buena conducta a sus semejantes. Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría cuando nos presentemos ante Él con las manos llenas! Mira, Señor -le diremos-, he procurado gastar la vida en tu hacienda y no he tenido otro fin que tu gloria.
¡Qué pena perder el tiempo o malgastarlo como si no tuviera valor! ¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad!
En cada situación que se nos presente preguntémonos -como decía San Alberto Hurtado: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?, y de esa manera daremos consuelo al que se siente deprimido, aliento al que ha perdido la esperanza, y alegría al que ha dejado de sonreír. No podemos encerrarnos en nuestro mundo cuando son tantas las personas que nos necesitan y que quizá con una sola palabra nuestra decidan seguir adelante. No nos quedemos callados al ver que en el mundo y en nuestra ciudad aumentan cada vez más los índices de drogadicción; denunciemos con voz fuerte y firme que en la televisión estén pasando programas con contenido erótico en horarios vespertinos cuando aún están despiertos los niños en casa; hablemos con valor acerca del trauma y de la profunda tristeza que sienten las mujeres después de tener un aborto voluntario en el cual se dan cuenta que no se trataba de un feto, sino de un bebé; protestemos por las guerras infames en las cuales mueren cientos de miles de inocentes -como sucede en estos momentos en Irak; colaboremos para frenar la contaminación de nuestro planeta -que a final de cuentas es el único lugar que tenemos para vivir; y pongámosle fin al exterminio de las especies animales y vegetales que aún nos quedan.
El Señor nos está llamando, todos lo escuchamos en nuestro corazón. Llama a sanos y enfermos; a personas con grandes cualidades y a las de capacidad modesta; a los que poseen riquezas y a los que sufren estrecheces; a los jóvenes, a los ancianos y a los de edad madura. Cada hombre, cada mujer debe saber descubrir el camino peculiar al que Dios le llama. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de medio tiempo para seguirlo, ni personas que ahora sí y mañana no; debemos estar desprendidos de toda atadura (amor desmedido a las cosas materiales, afición a la pornografía, adulterio, codicia, rencor, envidia, deseos de venganza, etc.), sólo Cristo importa. Todo lo demás, en Él y por Él.
Lo único que pretendemos es que cuando Dios en su juicio nos pregunte qué hicimos por los demás... no tengamos que bajar los ojos avergonzados.
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