“Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío,
que no lo puede llenar la llegada de otro amigo.
Cuando un amigo se va, queda un tizón encendido,
que no se puede apagar, ni con las aguas de un río”.
El día 26 de marzo de este año 2007 falleció nuestro querido amigo Héctor Jorge Serrano de Pozo. Junto con otros compañeros, él formó parte activa y entusiasta del grupo llamado “Los Sobrevivientes” que nos reunimos cada domingo para intercambiar ideas y apoyarnos espiritualmente en la enfermedad que nos ha tocado vivir. Héctor -luchador incansable, combatió contra el cáncer como los verdaderos valientes, jamás fue doblegado, jamás se dio por vencido, y de esa manera fue el gran motivador de la mesa del café. En efecto, a pesar de ser el más lastimado por su padecimiento, se convirtió muy pronto en el amigo generoso y sincero que nos ayudó cientos de veces a mantener enarbolada la bandera de la esperanza. Dios le entregó el don de la alegría, y de esa manera conquistó amistades que lo buscaban para obtener de su persona un consejo que los ayudara a solucionar un problema espiritual, material o de salud. Recuerdo en estos momentos que cuando alguien le decía que le daba gusto verlo, él siempre respondía: “a mí me da más gusto que me veas”. El Señor le dio fortaleza en la debilidad, y con esa fuerza supo levantar al caído y le enseñó cómo aceptar de buena gana la voluntad de Dios. Jamás lo escuché quejarse y cada vez que lo veía llegar a nuestra reunión lo hacía con una enorme sonrisa en el rostro. Nos enseñó que con fe y amor, se puede hacer hasta lo imposible.
Siempre estuvo enamorado de la vida y aprendió a morir para después vivir en la Vida Eterna. Hasta el último día de su existencia, permaneció al pendiente de su familia y de sus amigos. Su esposa Rosi fue siempre un ejemplo de lo que significa una verdadera compañera. Lo amó y lo atendió en la salud y en la enfermedad, en la abundancia y en la escasez, en los momentos felices y en aquéllos que no lo fueron. Hasta el último instante permaneció a su lado dándole ánimo para que pudiera continuar cargando su propia cruz que por naturaleza era intransferible. Le cumplió todos sus gustos y deseos. Lo llevó incluso a las cabañas de Mexiquillo, Dgo. y Héctor al estar en contacto con la naturaleza y ver las hermosas cascadas rodeadas de pinos, se sintió mejor.
Para mi amigo Silvestre Faya, Héctor fue un ejemplo vivo de fe en Dios y aceptación plena de Su voluntad. Cuando se despidieron los dos la última vez que se vieron, le encargó a su familia, le pidió que velara por ella y que los aconsejara las veces que fuera necesario para que no se equivocaran en la vida.
El día que me avisaron por teléfono de su fallecimiento, intenté preguntar cómo había muerto, pero antes de decir palabra alguna, me quedé callado y preferí mejor pensar “cómo había vivido”. En su paso por este mundo, dejó abundantes frutos que sabremos aprovechar al máximo como él nos lo pidió. Me llama la atención que jamás se acobardó ante la proximidad de la muerte, porque estaba convencido que el Señor lo resucitaría a una nueva vida. Pidió a su familia y a sus amigos que no acudieran de luto a su sepelio y que no lloraran su partida. Al estarlo velando, un trío musical llegó a la agencia funeraria y entonó las canciones que a él más le gustaban. La sala permaneció llena de gente que en verdad lo apreciaba, y al estar allí, cada uno de los presentes recordó todo lo que Héctor les había dejado en forma individual. Contagió a muchos su alegría de vivir y sembró flores en lugares desérticos. Supo perdonar a las personas que le hicieron daño aprovechándose de su enfermedad y abusando de su calidad de hombre bueno. Al mismo tiempo, demostrando una gran caridad humana, pasó por alto la frialdad e indiferencia de todos aquéllos que debieron de haberle dado amor desde un principio y no lo hicieron. Los buscó varias veces hasta que finalmente sintió que la reconciliación se había dado. El Club Sertoma le otorgó merecidamente el premio “Servicio a la Humanidad 1993-94” y lo animó a seguir trabajando por los desprotegidos, por los ancianos, por los enfermos, por los que han perdido la fe y la esperanza, por los que intentan suicidarse, por los que no tienen voz o fueron callados, por los abandonados, por los entristecidos, por los que viven en medio de la mentira, por los que ya no tienen fuerzas para vivir el día siguiente, por los que odian en vez de amar y los que tienen miedo a salir de sus casas. Con esa motivación llegó a ser presidente -junto con su esposa Rosi, del asilo de ancianos. Posteriormente, al sentirse enfermo, integró un grupo de apoyo al que asistieron personas enfermas de cáncer -muchas de ellas como la señora Gloria, a las que ni siquiera la morfina inyectada les quitaba el dolor, y les dio ánimo para que continuaran luchando, para que no se dejaran vencer, y estuvo al pendiente de ellas en forma individual para que no se privaran de la vida.
La enfermedad fue quitándole paulatinamente sus fuerzas hasta el punto de que no podía bajar ni subir escaleras, y mucho menos sostener entre sus manos unos cuantos gramos de peso. Su esposa Rosi lo llegó a cargar varias veces en su espalda para moverlo de una recámara a otra. Los últimos días sufría para hablar y respirar por el daño en los pulmones que le causó el cáncer, y diariamente bajaba de peso por las dificultades que tenía para ingerir alimentos. Le era casi imposible sostener una conversación porque el cansancio lo minaba, pero quería vivir, salir al campo y correr como cuando era niño, visitar la presa para observar las grandes extensiones de agua, ir a la Sierra de Durango y respirar el aire puro de las montañas, acudir a la mesa de café de los amigos, soñar otra vez, seguir siendo útil con sus semejantes. Dos días antes de que falleciera, le hablé para saber cómo se encontraba, y me dijo que por la tarde leería mi artículo en el periódico, titulado “Las Últimas Horas de Juan Pablo II”, y sin querer pensé para mi interior -pero afortunadamente no se lo dije, que también eran las últimas horas de mi buen amigo Héctor. Varias lágrimas brotaron de mis ojos y la emoción me impidió continuar hablando. Su voz apenas se escuchaba, pero ese día aprovechó lo que le quedaba de fuerzas para decirle a su esposa Rosi y a sus hijos Héctor y Miriam que los quería mucho y que siguieran adelante con la vida, a pesar de que él ya no se encontraría en este mundo. También se dio tiempo para conversar brevemente con sus amigos “Los Sobrevivientes”, que estuvieron hablándole por teléfono preocupados por su salud. La verdad es que supo amar a las personas cuando más lo necesitaban.
Desde hace varios meses, Héctor contrató su funeral. Personalmente acudió a la agencia y con valor marcó los pasos a seguir después de su muerte. Dejó sentadas las bases para asegurarse que su querida hija Miriam continuara sus estudios, porque para él era muy importante la preparación académica de los suyos. Al mismo tiempo enseñó con el ejemplo a su hijo Héctor la importancia de los valores familiares, de la honradez, del trabajo y de la constancia, indicándole con claridad la ruta a seguir para vivir con determinación el camino recto.
Su misa de cuerpo presente la celebró el sacerdote Pedro Gamboa -amigo personal de Héctor. Lo apreciaba bastante. En varias ocasiones hablaron del Reino de Dios y de la manera de conseguirlo. Esa mañana -la última en la que pudieron platicar, se dijeron un “hasta luego”, porque estaban seguros que un día en la otra vida se volverían a ver.
Estoy convencido de que para mi amigo Héctor, vivir 50 ó 100 años hubiera sido casi lo mismo, porque el tiempo que pasó en este mundo, lo vivió intensamente, sin dejar escapar un solo momento para sacarle provecho en beneficio de su familia y de su prójimo. Con su actitud valerosa nos enseñó a vencer el miedo al sufrimiento y el temor a la muerte. La fe nos dice con claridad que ahora su alma se encuentra en el Paraíso, gozando de la compañía de su Creador, porque siempre lo amó y creyó en su promesa de Vida Eterna. De todas maneras, nos hará falta el amigo que dejó la silla vacía en esas mesas de café; el hermano, que nos habló tantas veces de cosas importantes, espirituales y trascendentes. El compañero, que supo escuchar el grito de los que sufren, comprender el dolor de los que padecen, aconsejar en la duda, consolar en la tristeza, sembrar la Palabra Divina, ayudar desinteresadamente al necesitado, y perdonar las veces que fue necesario cuando sintió que había sido ofendido. Allí estará su silla vacía, pero al recordar su imagen sonriente, veremos con toda claridad que sus manos se encuentran llenas, rebosantes de obras buenas, que realizó por amor a Dios y al prójimo en su breve pero fructífero pasó por este mundo.
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