En una eyaculación, el hombre arroja alrededor de 500 millones de espermatozoides. Cada uno de ellos contiene información genética del individuo que los produce y de sus ancestros. El óvulo tiene también toda la información genética de la mujer y de su ascendencia. Al llegar el momento de la concepción, solamente un espermatozoide penetra en el óvulo, y de esa manera se genera un nuevo individuo que contiene las dos informaciones. De esa manera surge un nuevo ser completamente diferente a todos los demás que existen y que han existido desde el comienzo de la humanidad. Lo increíble de todo esto es que cada uno de esos 500 millones de espermatozoides desechados también contenía esa valiosa información genética antes mencionada, y sin embargo no se utilizó. Solamente uno llegó a su destino. Y gracias a ese milagro, estamos usted y yo en este mundo, encargados de una misión específica que el Señor de la vida nos marcó y que muchos no alcanzan a descubrir. Por eso es importante en todo momento dar gracias a Dios y exclamar: ¡Qué dicha y que suerte he tenido de nacer!
Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a estos enfermos acercarse a las gentes. La desgracia ha unido a estos enfermos, como ocurre tantas veces en la vida. Se dirigen a Jesús -su esperanza, y le dicen: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros (su piel carcomida se les caía en pedazos). Han acudido a su misericordia, como lo hacemos nosotros cuando ?el mundo se nos viene encima?, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; obedecieron, a pesar de que todavía no lo estaban. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad. Estos leprosos nos enseñan a pedir y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma.
Y sucedió que en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En la desgracia se acuerdan de Él; en la ventura se olvidan, como nos sucede a nosotros que al sentirnos bien nos involucramos en el mundo y perdemos esa dosis de espiritualidad tan necesaria para vivir cerca del Señor. Sólo uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos, regresó corriendo, como loco de contento, y fue a postrarse a los pies del Maestro, dándole las gracias. Ser agradecido es una gran virtud. El Señor debió de alegrarse al ver las muestras de gratitud de este samaritano, y a la vez se llenó de tristeza al comprobar la ausencia de los demás. Jesús esperaba a todos, como nos espera a cada uno de nosotros cuando recibimos algún favor de su Persona. ¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?, preguntó ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, cuando sanó a uno de nuestros hijos o cuando nos permitió recobrar la esperanza perdida! ¡Cuántas veces habrá preguntado por nosotros cuando no le dimos las gracias después de habernos librado de un accidente que pudo llegar a ser catastrófico! Con frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras necesidades y carencias, que para nuestros bienes. Vivimos renegando de lo que nos falta y nos fijamos poco en lo que tenemos. Pensamos que lo que poseemos se debe a nuestros méritos personales, y nos olvidamos que nuestro, no es nada, pues ¿qué tenemos que no hayamos recibido de Dios?
Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado el Señor. Porque, a quien humildemente se reconoce agradecido con los beneficios recibidos, con razón se le prometen más.
Muchos favores los hemos recibido a través de nuestras amistades. Algunos nos enseñaron con su fidelidad a ser amigos en las buenas y en las malas; otros, a soportar con alegría y aceptación cristiana el dolor y la enfermedad. Agradecidos debemos estar también con todas esas personas que nos instruyeron cómo hacer bien las cosas para no batallar tanto en la vida. Agradecidos con las que nos revelaron sus secretos y experiencias, a pesar de los años que les costó adquirir esos conocimientos. Con los que fueron en todo momento buenos y sinceros con nosotros. Con los que nos acompañaron en nuestras alegrías y lloraron en nuestras tristezas. Con los que nos perdonaron los errores cometidos y no los volvieron a mencionar una sola vez para no hacernos sentir mal. De igual manera, agradecidos debemos estar, con todas esas personas que nos quisieron mucho mientras permanecieron en este mundo. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a quienes nos ayudaron con sus palabras o con su ejemplo, a encontrar el camino que conduce a Dios.
En los Estados Unidos vive un cirujano muy famoso que cada vez que se dirige a la sala de operaciones, se persigna y eleva al cielo una oración. El otro día, uno de sus ayudantes que lo observó, le dijo extrañado: ?yo pensaba que un médico tan importante como usted, no creía en Dios, y que confiaba plenamente en sus conocimientos?. El cirujano le respondió: ?estoy tan compenetrado con Dios, que no sé cuándo terminan mis habilidades y en qué momento comienzan las de Él?.
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