(Por los caminos del Sur)
Visita obligada para todos los turistas que llegan año con año a Buenos Aires, es el Cementerio de la Recoleta. Este espacio no siempre fue un cementerio. Hubo en él, originalmente, sólo un convento: el de los frailes “recoletos”, que derivaron su nombre de la Recoleta o Recolección franciscana, reforma que llevó a cabo San Pedro de Alcántara en la Orden fundada por San Francisco. El convento comenzó a construirse en 1715 junto a la Iglesia del Pilar que se bendijo el 12 de octubre de 1732.
A un costado de la iglesia había una huerta fresca y penumbrosa, donde el descanso terrenal prefiguraba, más gratamente, el descanso eterno. Algunos ejemplares de ese vergel sobreviven aún, como el maravilloso gran gomero de la plaza frontera, que está catalogado como el árbol más grande del mundo, cuyos brazos se extienden a los lados decenas de metros, y están recargados en pilotes de concreto para evitar que el peso quiebre sus ramas.
Cuando la orden de los recoletos fue disuelta en 1822, la huerta del convento fue convertida en un cementerio público, el primero del que dispuso la ciudad de Buenos Aires. El camposanto contiguo al convento, donde hasta ese momento sólo eran enterrados los frailes de la Orden, se transformó en cementerio público y seglar, mediante un decreto del primero de julio de 1822, emitido por el gobierno de Martín Rodríguez. A partir de entonces el cementerio recibió el nombre oficial de Cementerio de Miserere, aunque el pueblo prefirió designarlo con el nombre del barrio: “La Recoleta”, que finalmente se impuso y sigue vigente hasta el día de hoy.
El nuevo cementerio recibió la bendición del deán de la Catedral, doctor Mariano Zavaleta, el 17 de noviembre de 1822. Al día siguiente fueron enterrados sus primeros moradores laicos: el niño Juan Benito (liberto), y María de los Dolores Maciel, de veintiséis años. También hubo un traslado masivo de difuntos inhumados anteriormente en iglesias y conventos. Un inglés fue el primer enterrador oficial (1820-1825), al que los criollos apodaron “inglés-ataúd, por la destreza demostrada para apilar uno sobre otro los cuatro muertos que correspondían a cada fosa reglamentaria de siete pies, de acuerdo con la ordenanza de 1825. Este primer encargado del cementerio debía llevar un vistoso uniforme, quizá más propio para tareas castrenses que para honras fúnebres: chaleco rojo, levita, cuello también rojo, sable y pistola. En algún momento se comenzó a juzgar como inadecuados tanto color y tanta parafernalia bélica, hasta que en 1868 se resolvió que el encargado vistiera de negro.
Durante la década de 1870, como consecuencia de la epidemia de fiebre amarilla que asoló la ciudad, muchos porteños de clase económica alta abandonaron el barrio de San Telmo y se mudaron a la parte norte de la ciudad, a Recoleta. Al convertirse en barrio de clase alta, el cementerio se transformó en el último reposo de las familias de mayor prestigio y poder de Buenos Aires.
Poco a poco la Recoleta comenzó a poblarse de monumentos y bóvedas, costeadas por los vecinos de más recursos. En la calle principal de la necrópolis fueron apareciendo bellos mausoleos de mármol blanco con la apariencia de templos pequeños, cubiertos con una cúpula blanca y torrecillas que sobresalen por encima de los muros. Todavía pueden verse en la Recoleta algunas obras artísticas de notable valor, como la Dolorosa de Tantardini, el Cristo colocado en la capilla de Monteverde, las esculturas que ilustran la parábola de las Vírgenes Prudentes, y muchas otras más que dejan maravillado a los visitantes.
Durante mucho tiempo -hasta la habilitación del panteón de La Chacarita, en 1871, debido a la epidemia de fiebre amarilla, el cementerio de La Recoleta fue el único enterratorio público de la ciudad. No obstante, debió convivir con otros, destinados a los que no querían o no podían ser inhumados en el cementerio católico porque no profesaban la fe vaticana. Para aquéllos que pertenecían a una confesión religiosa no oficial, había camposantos como el Cementerio Protestante, fundado en 1821. Algún muerto famoso, como el médico y escritor Eduardo Wilde -ni protestante ni reo de la justicia, pero sí librepensador y anticlerical confeso, planteó ciertos problemas póstumos. Hubo quien objetó que se lo enterrase junto a las familias creyentes, dadas las posiciones que defendiera durante su vida. También los suicidas representaban un capítulo aparte. Los escrúpulos religiosos de aquel tiempo aconsejaban ocultar las causas de la muerte, y aun cuando se les hicieran funerales suntuosos, la prensa prefería eludir su comentario.
Doña Agustina López de Osornio -mujer de aquella época, mandó que se le enterrara en el cementerio público, en un cajón ordinario, sin otra ceremonia que una misa de cuerpo presente para la que no habría convite. Doña Agustina, que vistió de hábito en algunos períodos de su vida -como cuando estaba de luto, también fue enterrada con hábito. En ese tiempo solía colocarse como mortaja un hábito usado, que se compraba a la orden religiosa por la que el difunto había tenido en vida mayor devoción. Se creía que los efectos benéficos aumentaban con la edad de la prenda, puesto que su antiguo dueño había pasado tantos más años en el ejercicio de su ministerio en bien de las almas y al servicio de Dios.
Los concurrentes al velatorio solían pasar la noche jugando, fumando y bebiendo, lo que valió llamados de atención por parte del clero. También se contrataban “lloronas” (generalmente se trataba de mulatas) que contribuían a las honras fúnebres con gritos y llantos. Hasta no hace mucho tiempo (décadas de 1950 y 1960) aún regía la etiqueta que dictaminaba luto entero, medio luto y alivio de duelo (con lila o violeta), y prescribía un collar de perlas blanco como única alhaja permitida para las damas en esta situación.
David Alleno, un italiano que llegó a Buenos Aires hacia 1880 y que trabajó en el cementerio de La Recoleta hasta 1910, quiso perdurar, a su modo, en la memoria pública. Al retirarse, compró con sus ahorros una bóveda que custodió y limpió por treinta años. Orgulloso de su imprescindible actividad, se hizo representar allí en efigie de mármol, con ropas e instrumentos de labor: escoba y balde, sombrero y pañuelo al cuello. Como todos los cementerios, el de La Recoleta tiene anécdotas y leyendas de ultratumba. Entre las curiosidades, cabe mencionar un dispositivo eléctrico que, según se dice, mandó instalar Alfredo Gath -de la gran tienda Gath & Chaves, en su ataúd triple, para poder abrirlo desde adentro por medio de un pulsador que se colocó en su mano. El fantasma del “entierro prematuro” que había sacudido a la sociedad porteña, se hallaba instalado en la mente de muchos argentinos que recordaban el caso de Rufina Cambacéres, víctima de un ataque de catalepsia, y que luego murió realmente asfixiada en su propio ataúd.
Algunos extranjeros notables, que vivieron y murieron en Buenos Aires, fueron sepultados también en este cementerio: el almirante irlandés Guillermo Brown (1777-1857), el erudito napolitano Pedro de Ángelis (1784-1859), que fundó el Archivo Americano y editó valiosos documentos referidos a la historia del Río de la Plata. Veinte años más tarde se le uniría en el descanso final su esposa Melanie Dayet (1790-1879), dama francesa que ocupó el cargo de primera presidenta de las Damas de San Vicente de Paul y atendió caritativamente a presos y convictos. Una figura extranjera de célebre linaje se halla en el cementerio y es nada menos que una nieta de Napoleón Bonaparte. El padre de esta niña era el conde Alejandro Colonna Walewski, hijo fuera de matrimonio de Napoleón I y de la condesa polaca María Walewska. El conde se encontraba en el Río de la Plata como diplomático francés y su hijita falleció en este suelo, a los pocos días de nacida. Una de las personas más conocidas de la actualidad que se encuentra en este cementerio es María Eva Duarte de Perón (1919-1952). La Primera Dama enfermó de un cáncer de útero y murió a la edad de 33 años, el 26 de julio de 1952 a las 20:25 horas. En 1976, después de ser enterrado y exhumado varias veces el cuerpo embalsamado de Evita por razones políticas, fue llevado a la bóveda de la familia Duarte, que se convirtió en el mausoleo más visitado de la Recoleta. Seguramente, las mejores versiones de Eva Duarte están en la intimidad secreta de los que, día a día, entablan con ella un diálogo mudo frente a la reja de su tumba. Siempre hay alguien de pie ante esa bóveda oscura y severa -aunque siempre aliviada por la gracia de flores frescas, donde su cuerpo puede entregarse por fin a la gravedad serena de su propia muerte. Una de las placas colocada en su mausoleo dice lo siguiente: “…Siento deseos irrefrenables de quemar mi vida, si quemándola pudiera alumbrar el camino y la felicidad del pueblo argentino”.
“Yo me guardo la esperanza de la gloria, lo único que quiero es servir a los humildes y a los trabajadores. ¡Volveré y seré millones…!”. Eva Perón. Es importante comentar que algunos de estos monumentos mortuorios costaron un millón y medio de dólares, tomando en cuenta las obras de arte que lucen en su exterior y los dos o tres niveles subterráneos a los que se llega por medio de una escalera, en donde se conservan los restos de toda la familia. Cada una de las bóvedas de este cementerio encierra una historia llena de paradojas, tensiones y misterios, como la de todas las vidas humanas. Al caminar entre sus pasillos descubrí una tumba en la que se puede observar la fotografía de una mujer joven y hermosa -pintora de oficio, que falleció al estar esquiando en la nieve con su esposo durante el viaje de luna de miel, y a su lado, la fotografía también de su querido perro que murió de tristeza meses después. Pero, posiblemente lo que más me impresionó por el dolor que descubrí en sus deudos, es una tumba completamente vacía, que exhibe una placa con la siguiente inscripción: “Faltan los restos de Selma Julia Ocampo de quien nada se sabe desde el 11 de agosto de 1976. Sus hijos, hermana y sobrinos”.
Al abandonar el cementerio de La Recoleta, me fui reflexionando un poco sobre la vida y la muerte. Me di cuenta que en sus pasillos se habían derramado muchas lágrimas por los seres queridos que un día partieron al descanso eterno, pero también pensé que el ser humano tiende a darle demasiada importancia al cuerpo, y como consecuencia descuida el alma que jamás perece. Afuera, en las calles, la ciudad seguía latiendo, todos corrían de un lado al otro con prisa en busca de la felicidad que difícilmente llega, sin pensar que la paz del espíritu únicamente Nuestro Señor Jesucristo nos la puede dar.
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