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Más Allá de las Palabras / EL LADO POSITIVO DE LA VIDA

Jacobo Zarzar Gidi

El reverendo Norman Vincent Peale nos relata en uno de sus libros, la historia de Ralston Young, famoso como el cargador número 42 de la Grand Central Station de Nueva York. Este buen hombre se gana la vida como cargador de equipaje, pero su verdadera ocupación es vivir en el espíritu de Cristo, haciendo de cargador en una de las más grandes estaciones de ferrocarril del mundo. Mientras le lleva a alguien su valija trata de hacerle participar un poco de la solidaridad cristiana. Observa cuidadosamente a su cliente para ver si encuentra alguna manera de infundirle más valor y esperanza. Un día, por ejemplo, se le pidió que llevara a una viejecita al tren: Iba en una silla de ruedas, así que la condujo al elevador. Mientras la empujaba dentro del ascensor notó que tenía lágrimas en los ojos. Ralston Young permaneció allí, cerró los ojos y le preguntó al Señor cómo podía socorrerla, y el Señor le dio una idea. En el trayecto del elevador al tren le dijo con una sonrisa: “Señora, si me permite, le diré que su sombrero es muy lindo, y el vestido que lleva me gusta mucho”. Ella alzó la vista y le contestó: -¡Gracias! Siendo mujer, esto la reanimó, y a pesar de su malestar, su cara se iluminó. Ralston Young y el Señor Jesús, juntos, supieron cómo hacer para que una mujer olvidara sus penas. La anciana le contó que tenía un dolor constante que nunca la abandona. “Hay momentos en que creo que no lo soportaré”. ¿Sabe usted lo que es tener un dolor constante?

-Sí, señora, lo sé, porque perdí un ojo y me dolió como un hierro encendido noche y día.

-Pero ahora usted parece feliz. ¿Cómo lo logró? -Rezando solamente, señora, rezando.

-¿Con las oraciones, las solas oraciones, se quita el dolor? -Bueno; tal vez no siempre se quita; no puedo afirmar que eso sea así; pero siempre ayuda a calmarlo, tanto que parece que ya no duele igual. Rece, señora, y yo también rezaré por usted.

Se le secaron las lágrimas; alzó los ojos hacia él, con una sonrisa cariñosa, le estrechó la mano y le dijo: ¡me ha hecho tanto bien!

Pasado un año, en la Grand Central Station, por la noche, fue voceado el nombre de Ralston Young, para que fuera a la caseta de información. Había allí una joven que le dijo: -Le traigo un mensaje de una muerta. Antes de morir, mi madre me pidió que le buscara y que le manifestara el bien tan grande que le hizo cuando la condujo al tren en su silla de ruedas, el año pasado. Siempre lo recordará aún en la eternidad; lo recordará, porque usted fue tan bondadoso, tan cariñoso, tan comprensivo con ella. En esos momentos, la joven prorrumpió en llanto. Ralston se quedó inmóvil, observándola, y después dijo: -No llore, señorita, no llore; no debe llorar. Dé gracias a Dios.

Sorprendida, la muchacha preguntó: -¿Por qué debo de dar gracias a Dios? -“Porque muchas personas se han quedado huérfanas siendo más jóvenes que usted. Usted, en cambio, conservó a su madre por mucho tiempo, y además la sigue teniendo aún. La verá otra vez. Ella está junto a usted y siempre lo estará; probablemente esté ahora mismo con nosotros, en medio de los dos, mientras hablamos”. Se callaron los sollozos y se secaron las lágrimas. La bondad de Ralston surtía los mismos efectos en la hija que en la madre. En esa descomunal estación, con miles de personas moviéndose apresuradas, estos dos seres sintieron la presencia de Alguien que inspiraba a este maravilloso cargador de equipajes para que fuera repartiendo amor a lo largo del camino de su vida.

Norman Vincent Peale nos recuerda que donde el amor existe, allí está Dios, y donde Dios y el amor están, la felicidad existe. De ahí que un principio práctico para crear la felicidad consiste en amar. “Mantenga su corazón libre de odio, su mente libre de preocupación. Viva sencillamente, espere poco, dé mucho. Llene su vida de amor. Difunda la luz. Olvídese de sí mismo y piense en los demás. Haga con los demás lo que desearía que los demás hicieran para usted. Pruébelo una semana y se quedará sorprendido”.

Las bienaventuranzas que hace más de dos mil años nos enseñó Jesucristo, representan para el que las sigue, una imagen profunda del verdadero discípulo que va en busca de la santidad: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran... El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era éste: “sólo el servir a Dios hace al hombre feliz”. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones”. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra. Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: “espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido... y entonces comenzaré de verdad a buscar la felicidad y la santidad”. Las bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida. Por el contrario, intentar a toda costa sacudir el peso del dolor y de las tribulaciones, como condición para seguir viviendo, son caminos que el Señor no puede bendecir, y que no conducen a la felicidad.

Existe en el hombre una tendencia irresistible a ser feliz: éste es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscamos la felicidad donde no se encuentra. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada podrá quitárnosla si estamos unidos a Dios. Nuestra felicidad y nuestra plenitud vienen de Dios. “Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos injustamente; vosotros los que sufren, tened ánimo, sois los preferidos del Reino de Dios, el Reino de la esperanza, de la bondad y de la vida”. No se debe tener al rico en bienes materiales, por dichoso, sólo por sus riquezas -dice San Basilio- ni al poderoso, por su autoridad y supuesta dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su elocuencia. Sabemos que muchas veces estos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee. En los momentos actuales, es muy común que nos irritemos frente a los acontecimientos de la vida. Sin embargo, la Biblia nos previene contra esto: “No os irritéis ni os aflijáis por causa de los malos” (Salmo, 37:1). “Desiste de la cólera y abandona el enojo, no te acalores que es peor; pues serán extirpados los malvados; mas los que esperan en Yahveh poseerán la tierra” (Salmo, 37: 8-9). Éste es un consejo sano para la gente de nuestro tiempo. Debemos dejar de irritarnos y de afligirnos, y volvernos pacíficos, si vamos a tener poder para vivir con provecho. El primer paso para conseguirlo es reducir la marcha o el ritmo acelerado de nuestra vida. Mucha gente se destruye físicamente, por este apresuramiento, y, lo que es aún más trágico, están haciendo trizas la mente y el alma... y la de toda su familia. El único ritmo inteligente de vida es el ritmo de Dios. Dios hace las cosas y las hace bien hechas y las hace sin ninguna prisa. Él ni se irrita ni se aflige, es tranquilo, y por consiguiente, eficiente. La misma tranquilidad nos la ofrece al decirnos: “Os dejo la paz, mi paz os doy; pero no os la doy como la del mundo...” (Juan, 14: 27).

jacobozarzar@yahoo.com

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