El décimo mandamiento de la ley de Dios nos exige que se destierre del corazón humano la envidia, porque puede conducirnos a cometer las peores fechorías. Recordemos que la muerte entró en el mundo por la envidia del demonio. La envidia es la que nos arma unos contra otros. Nos declaramos hermanos en Cristo y nos devoramos como fieras.
Napoleón Bonaparte decía: “La envidia es una declaración de inferioridad”. Miguel de Unamuno puntualizó que “La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”. Y un proverbio árabe dice: “Castiga a los que tienen envidia haciéndoles el bien”.
La envidia es también un pecado capital. Se trata de un sentimiento de felicidad frente a la desgracia ajena y de tristeza al ver la alegría de nuestro prójimo. San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia”. De la envidia nacen el odio, la maledicencia (acción de maldecir), la calumnia, la alegría que experimentamos por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad.
La envidia puede llegar a producir enfermedades psicosomáticas que están relacionadas al mismo tiempo -como su nombre lo indica, con el estado psíquico y con el orgánico. La envidia aparece cuando somos niños al darnos cuenta que algunos de nuestros compañeros de escuela son más inteligentes y tienen una mayor facilidad para aprender las clases sin tanto estudiar. Posteriormente los jóvenes llegan a sentir envidia hacia sus hermanos cuando se dan cuenta que alguno de ellos es el preferido de sus padres al recibir mayores atenciones de su parte.
La envidia aparece en el trabajo, en el campo, en los conventos, entre los artistas y los escritores, entre los profesionistas y los profesores. En todas partes y a todas horas se da la envidia entre los seres humanos. El pobre envidia al rico, y el rico envidia la paz que muchas veces reina en el corazón del pobre que no tiene las angustias estrujantes del primero. La verdad es que si queremos ser verdaderamente “ricos” deberíamos quitarle necesidades a nuestra vida. Aceptar nuestra realidad, tratando de prepararnos y de trabajar lo más posible, sin envidiar a nuestro prójimo, nos hará inmensamente felices.
Si un día llegamos a sentir envidia hacia otra persona, deberíamos intentar superarnos para no permanecer en el mismo nivel donde ahora nos encontramos, porque la envidia nace de un sentimiento de impotencia. Se trata de una buena solución contra ese pecado difícil de erradicar, que nos atormenta y no nos deja en paz ni siquiera cuando llega la hora del descanso. ¡Pobre de aquél que al sentir envidia, lo único que hace es intentar destruir al envidiado!
En el Antiguo Testamento encontramos un relato muy interesante en el cual aparece con toda claridad el sentimiento de la envidia: Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David -que había pecado al enviar a Urías al frente más conflictivo de la batalla para que fuera herido y muerto y de esa manera poder quedarse con Betsabé su bella esposa, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la cual quería mucho, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero por la tranquilidad y felicidad que siempre expresaba su semblante. Un día, cuando arribó un visitante a la casa del hombre rico, éste no quiso tomar un animal de su ganado para ofrecerle un banquete al recién llegado. Tomó a la fuerza la única oveja del pobre, y dio de comer con ella al viajero que se encontraba en su casa (el rico lo envidiaba porque con tan sólo esa ovejita era feliz, y necesitaba matarla para acabar con la envidia que sentía).
Cuando el rey David escuchó el relato de Natán, encendió en cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: “Ese individuo merece la pena de muerte por no haber tenido compasión del pobre que únicamente tenía una oveja”. Entonces Natán dijo a David: “Tú eres ese hombre que ha matado a Urías para quedarse con su esposa. Yahveh hará que de tu propia casa se alce el mal contra ti, y por haber pecado, el hijo que te ha nacido con Betsabé, morirá sin remedio”. (Libro Segundo de Samuel, 12 del 1 al 15).
El mejor antídoto contra la envidia es la humildad. Reconocer que no podemos tener todos los bienes materiales y todas las cualidades que poseen nuestros semejantes. Si persistimos en la envidia, podemos llegar a autodestruirnos.
Muchas personas se enferman cuando saben que algún conocido se ganó un premio de la lotería. Y si se trata de un amigo o familiar cercano, se sienten bastante peor. Al enterarse, son capaces de no salir de su casa durante varios días por el enojo que sienten. Tratan de que se les borre el suceso poco a poco de la mente, buscando algunos detalles negativos para achacárselos al afortunado. Algunas veces la envidia va más allá de los límites establecidos por el común de la gente cuando la sentimos por una persona fallecida. Cobardemente la difamamos -a pesar de saber que no se puede defender, porque su historial de triunfos nos incomoda. Al envidioso se le nota la envidia a varios metros de distancia, sus actitudes lo delatan. Caín mató a Abel por envidia al sentir que Yahveh miraba propicio las ofrendas de su hermano.
El hermano del Hijo Pródigo sintió envidia por el recibimiento que su padre le hacía al hijo menor que había dilapidado su fortuna con mujeres y vicios que lo derrumbaron física y moralmente. Las herencias son la mayor causa productora de envidias, a pesar de que su autor o los autores, no desearon que ello sucediera. Cuando existen recelos por estas causas, no podemos dar marcha atrás a los sucesos por tratarse de hechos consumados, pero sí podemos cambiar nuestra manera de pensar y transformar esas inquietudes en una valoración profunda de todos los dones que el Señor nos ha dado, y que son superiores a las cosas materiales que no recibimos por una supuesta decisión equivocada del testador. Si reconociéramos toda la cantidad de dones que el Señor nos ha dado inmerecidamente, no sentiríamos envidia absolutamente por nada ni por nadie. Recordemos que una vez existió un hombre que era tan pobre, tan pobre, que lo único que tenía era dinero...
El Catecismo de la Iglesia Católica exhorta a los comerciantes a no sentir tristeza cuando se dan cuenta que otros venden más, y que observen el Décimo Mandamiento no deseando ni provocando la escasez de mercancías para vender más caro. Lo mismo sucede con los médicos, que desean tener enfermos, y con los abogados que anhelan causas y procesos importantes sin importarles que las personas se destruyan y los cónyuges se divorcien.
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