(Un ataque al templo vivo de Dios)
Carta pastoral de Monseñor Paul S. Loverde, Obispo de la Diócesis de Arlington. “Por ventura, ¿no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que ya no sois de vosotros, puesto que fuisteis comprados a gran precio? (1 Corintios. 6: 19-20).
En mis cuarenta años de sacerdocio, he presenciado la propagación del mal de la pornografía como una plaga a través de nuestra cultura. Lo que alguna vez fue un vicio vergonzoso y poco frecuente de unos pocos, se ha convertido en la principal forma de entretenimiento de muchos, por medio de la Internet, la televisión por cable, por satélite y por sistemas de transmisión aérea, los teléfonos celulares y aun varios dispositivos portátiles de juego y entretenimiento diseñados para niños y adolescentes. Nunca antes habían estado tantos estadounidenses tentados a ver pornografía. Nunca antes habían sido tan débiles las estructuras de responsabilidad, para no mencionar las defensas que cada sociedad debe construir para proteger el precioso don de sus hijos.
Esta plaga arruina el alma de los hombres, las mujeres y los niños, destruye los vínculos del matrimonio y convierte en víctimas a los más inocentes entre nosotros. Oscurece y destruye la capacidad de las personas para verse unas a otras con expresiones singulares y hermosas de la creación de Dios; en lugar de ello les nubla la vista y las lleva a ver a otras como objetos que se pueden usar y manipular. Se ha justificado como un canal de libre expresión, apoyado como una iniciativa comercial y permitida como apenas otra forma de entretenimiento. No se reconoce ampliamente como una amenaza a la vida y a la felicidad. No suele tratarse como una adicción destructora. Cambia la forma en que los hombres y las mujeres se tratan entre sí a veces de forma asombrosa, pero a menudo sutil. Y no va a desaparecer.
Me he enterado de la existencia de esta plaga por mis hermanos sacerdotes que la enfrentan regularmente en el confesionario; por los orientadores que la tratan por medio de nuestras varias instituciones católicas de servicio social; por los maestros de las escuelas católicas, los ministerios de los jóvenes y los maestros de educación religiosa que enfrentan sus efectos en la vida de nuestros jóvenes; por los padres de familia que hablan de la dificultad de criar a sus hijos con modestia en nuestra cultura; y por mi participación en la Alianza Religiosa en contra de la Pornografía; una coalición de líderes religiosos de distintos credos.
Con todo, esta plaga repropaga más allá de los límites de la iglesia o de la escuela. Sus víctimas son innumerables. Hoy en día, quizá más que en cualquier otra época, el ser humano se da cuenta de que su don de la vista y, por lo tanto, su visión de Dios se ha distorsionado por el mal de la pornografía.
La pornografía muestra al cuerpo solamente de una manera explotadora y las imágenes pornográficas se crean y se ven únicamente con el fin de despertar impureza sexual. Por ende, la producción, visualización y propagación de la pornografía constituyen una ofensa contra la dignidad de las personas, son actos objetivamente malos y deben condenarse. En palabras sencillas, el Catecismo de la Iglesia Católica condena la pornografía como una falta grave (CIC 2354).
La inmoralidad de la pornografía proviene, en primer lugar, del hecho de que distorsiona la verdad sobre la sexualidad humana. Desnaturaliza la finalidad del acto sexual, la entrega íntima de un cónyuge al otro. En vez de ser la expresión de la unión íntima de vida y amor de una pareja casada, el acto sexual se reduce a una fuente degradante de entretenimiento para unos y de lucro para otros. La pornografía también viola la castidad porque introduce pensamientos impuros a la mente del espectador y a menudo conduce a actos impúdicos, como la masturbación o el adulterio.
La pornografía atenta gravemente contra la dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, público) pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer rudimentario y de una ganancia ilícita. Se usa y se manipula a los “participantes” de una forma incompatible con su dignidad humana. Todos los participantes en la producción, la distribución, la venta y el uso de pornografía cooperan y, hasta cierto punto, hacen posible esta degradación de otros. El hecho de que algunas personas estén dispuestas a participar, de ninguna manera reduce la culpabilidad de quienes se dedican a la producción y al uso de la pornografía.
Además, la pornografía representa un grave abuso de los medios de comunicación. Debemos recordar que el derecho al uso de los medios de comunicación no es un derecho absoluto. Siempre debe estar al servicio del bien común. Las autoridades civiles deben velar porque el uso de los medios de comunicación se realice de conformidad con la ley moral. Para lograrlo, las autoridades civiles deben impedir la producción y la distribución de material pornográfico.
Por lo tanto, me permito recordar a todos los fieles que el uso de pornografía, es decir, su fabricación, distribución, venta o visualización, es un pecado grave. Quienes participen en esa actividad con pleno conocimiento y consentimiento cometen un pecado mortal. Tales actos los privan de la gracia santificante, destruyen la vida de Cristo en su alma y les impiden recibir la Sagrada Comunión hasta cuando hayan recibido la absolución por medio del Sacramento de la Penitencia.
La gravedad de este pecado se aprecia con mayor claridad cuando se considera el profundo daño que causa el uso de la pornografía en la sociedad. En primer lugar, perjudica a toda la familia, la célula básica de la sociedad, y a la iglesia, porque destruye el vínculo conyugal. Al introducir a unos y a otros en la ilusión de un mundo ficticio, el uso de la pornografía por un hombre desvía su atención y afecto que debe tener a su esposa. Él comienza a acercarse a ella solamente como medio de gratificación propia y ya no como “compañera apropiada”. Los sacerdotes y los orientadores conocen muy bien la gravedad de la amenaza que representa la pornografía para el matrimonio y saben cuántas familias ya han sufrido una triste división debido a sus efectos.
La disponibilidad e intrusión de la pornografía perjudican el bien común al producir una imagen consumista y licenciosa de la sexualidad, particularmente de las mujeres. Es cada vez más difícil inculcar y proteger la inapreciable virtud de la castidad cuando la pornografía infecta a la mayoría de los medios de comunicación. El interés de la sociedad en la preparación de los hombres y mujeres jóvenes para el matrimonio también sufre cuando los medios de comunicación presentan el sagrado acto de la intimidad que es propio del sagrado vínculo del matrimonio como un juguete mercantil.
Sin embargo, quizá lo peor de todo es el daño que causa la pornografía al “modelo” de la visión sobrenatural que tiene el ser humano. Nuestra visión natural en este mundo es el modelo de la visión sobrenatural en el otro mundo. Una vez que hayamos distorsionado o dañado el modelo, ¿cómo podremos entender la realidad? Nuestro Señor nos ha dado el don de la vista con la intención de que, en definitiva, podamos verlo a Él. El uso pecaminoso de esta facultad distorsiona nuestro entendimiento de ello y, peor aún, paraliza nuestra capacidad de lograr su satisfacción en el cielo. Lo que el ser humano debe usar para recibir la verdadera visión de Dios y la belleza de su creación, lo utiliza más bien para consumir imágenes falsas de otros en la pornografía. ¿Cómo podemos entender la visión sobrenatural que Dios desea para nosotros, es decir, la contemplación de Dios en la visión beatífica, una vez que nuestra vista natural se ha lesionado y distorsionado...? CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.
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