Jesús no vino a curar enfermedades sino enfermos. No vino sólo a suprimir los síntomas de un mal, sino la raíz que origina esa enfermedad. No sólo calma los dolores, su misión va más allá, vino a darnos vida en abundancia: corazones nuevos, mentes renovadas, renacer como verdaderos hijos de Dios, ser hermanos de los demás y verdaderos templos del Espíritu Santo, consoladores del dolor ajeno y luz que permanece iluminando la oscuridad. El Señor nos quiere completamente sanos, por dentro y por fuera; en nuestras relaciones con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las cosas materiales que nos rodean. Su fuerza nos permite hacer cosas verdaderamente difíciles que anteriormente nos parecían imposibles. Algunos tienen temor de recibir la curación de Cristo, otros no la entienden, y no falta quienes ni siquiera se han enterado de la gran dimensión de la obra salvífica de nuestro Creador. Los que temen recibir la curación de su alma se debe a que no quieren renunciar a la vida que llevan, a la relación pecaminosa que sostienen y a los placeres mundanos “que disfrutan”. El pecado es la enfermedad básica del ser humano, raíz de todos los males que hay en el hombre; y Jesús es quien ha sido enviado para liberarnos de esa esclavitud. Él nos da la oportunidad de pasar de la esclavitud a la verdadera libertad, de la posible condenación a la liberación de la culpa, de una vida de pecado a otra de gozo y santidad, de ser hijos del demonio a ser hijos de Dios.
El método que utiliza Jesús es contrario a los criterios del mundo que ofrece la felicidad a través del dinero, la fama, el placer, los excesos y el libertinaje. Jesús sintetiza su curación en las Bienaventuranzas donde nos aclara las condiciones básicas para ser sanos y además felices. El plan de Jesús abarca a todas las personas, es real y permanente. Es el Padre que aguarda el retorno del Hijo Pródigo, que con su perdón borra todo un pasado lleno de pecados, de errores y de faltas. Jesús nos cura, pero nuestra fe en el Señor no debe ser pasiva. No podemos permanecer sentados mientras Él lo hace todo. Debemos colaborar activamente con su persona, porque si no cumplimos sus indicaciones, nuestra fe estará completamente muerta. Sus promesas son para aquéllos que tienen oídos para oír, voluntad para entregarse, corazón para amar, manos para trabajar por su Reino y valor para seguir avanzando con la cruz de cada día que no dejará de ser pesada.
Cuando Jesucristo sana las heridas de nuestra alma, al mismo tiempo que nos perdona también nos fortalece, nos da la fuerza suficiente para resistir un segundo impacto del demonio, con el cual intentará nuevamente hacernos caer. Sin embargo, la sanación completa está reservada para aquél que vende todo lo que tiene para comprar “la perla de gran valor” (Mateo, 44-46). Es para aquéllos que renuncian a todo para buscar a Jesús, que se enfrentan a la vida con valor, porque escucharon su voz que les dijo: “Ven y sígueme”. Las recetas de Jesucristo parecen extrañas a todas las personas que van por la vida “disfrutando” de su propio carnaval. Cuando el mundo dice: “dinero”, Él nos propone: “sé pobre”. Cuando el mundo ofrece: “fama”, Él nos presenta “la humildad como camino de felicidad”. Cuando el mundo recomienda: “satisface tus instintos”, Él nos dice: “carga tu cruz y muere a ti mismo”. Cuando el mundo nos seduce con “poder y orgullo”, Él nos enseña: “que vino a servir, no a mandar”. Y para rematar, nos asegura que “hay más alegría en dar que en recibir”. ¡Qué locura de enseñanzas tan difíciles de entender para los que son del mundo! Preceptos que le dieron una vuelta de ciento ochenta grados a todo lo que el hombre creía, lo que era, lo que sentía y lo que ambicionaba. Mandamientos que dejaron temblando a muchos y que la mayoría los desconoce por buscar su propia conveniencia. Jesús nos ha dado una receta efectiva que es el Evangelio, la medicina es imitar su estilo de vida, y la salud que nos promete es la santidad. Para los que sufren, que probablemente somos todos, Jesús por su parte nos dijo claramente: “Tomen mi yugo y síganme” (Mateo 11, 28-30). Cuando el Señor nos habla de yugo, nos está enseñando que estamos comprometidos a soportar un peso, y que no estamos solos bajo esa carga, Él viene con nosotros llevando la parte más difícil, para intentar alcanzar una madurez similar a la suya. Del sufrimiento, saquemos fortaleza; del dolor y de la tristeza, gozo; de la angustia y de la desesperación, paz espiritual que no se alcanza con poder y mucho menos con dinero. Algunas veces nos comportamos como verdaderos miopes que nos conformamos con lo poco que tenemos de ese rico mundo espiritual que se nos ofrece. No nos damos cuenta del sublime plan que Dios propone para nuestra vida. Muchas personas afirman estar bien porque no roban, no matan, no defraudan y aparentemente no le hacen mal a nadie. Se sienten bien diciendo: “yo no soy como el drogadicto o como la prostituta”, “yo no soy como el asesino o como el violador”, sin embargo, está mal hecha la comparación, ellos deberían afirmar: “yo no soy como Cristo, y por eso estoy inconforme”. La sanación completa, aquélla a la cual todos aspiramos, comienza cuando le decimos al Médico Divino:
“Haz lo que quieras conmigo”, y nos abandonamos por completo a su plan. Si lo decimos con sinceridad, pondremos el cuerpo y el alma en sus manos, a sabiendas de que hará con ellos lo que mejor corresponde para nuestra propia salvación.
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