Su última aparición pública disparó las alarmas. Aquel 30 de marzo, la imagen de dolor del Papa dio la vuelta al mundo y sobrecogió su lección de coraje. Su mano temblorosa dijo adiós, pero su boca no pudo articular palabra. Quizá ése fue el golpe definitivo para un Papa que basó su pontificado en la comunicación con sus fieles. Juan Pablo II permaneció asomado a la ventana en silencio durante cuatro minutos. Sufrió, y todos los católicos del mundo con él. Las cosas no pintaban bien, pero la máxima tensión no llegó hasta el día siguiente. En la tarde del último día de marzo recibió, por segunda vez en su vida (la primera fue después de ser tiroteado en Roma), el Sacramento de la Unción de los Enfermos. Al Papa le habían implantado una sonda naso-gástrica para facilitar su alimentación y, al parecer, fue la responsable de que se declarara una infección, que provocó episodios de fiebre muy alta.
La salud del Papa se agravaba y la sombra de su fallecimiento comenzaba a planear sobre el Vaticano. Tanto es así, que el viernes se esperaba un fatal desenlace. Durante una jornada interminable, el mundo recibía conmocionado las noticias sobre la evolución del Santo Padre, por medio del portavoz del Pontífice, Joaquín Navarro Valls, un hombre habitualmente comedido y circunspecto, contenido y profesional, que en esta ocasión no pudo reprimir las lágrimas y gestos de emoción. Quizá ésta era la prueba definitiva: no había esperanza.
Pero, en contra de todo pronóstico, el Papa superó esa crítica jornada. Según los propios médicos, esperaban que ese viernes se produjera el fatal desenlace, y atribuyen a su extraordinaria fuerza física y, sobre todo a la gran solidez de su sistema circulatorio, su resistencia. En los peores momentos, el Papa sobrellevó todo su sufrimiento con una admirable serenidad, que servía de lección de valentía y coraje a todos los fieles. Sus esfuerzos por participar en las liturgias se repetían una y otra vez. El anciano Pontífice sufría el peso de su propia cruz: tenía una gran dificultad para respirar.
En la madrugada del viernes 25, al sábado 26 de marzo del 2005, el Vaticano se convirtió en el centro de atención de medio mundo. Decenas de miles de fieles, unos 60 mil, se congregaron en la plaza de San Pedro con la mirada fija en las luces encendidas en las dependencias privadas del Papa. La oscuridad reinante resaltaba más aún la luz de esas ventanas de la esperanza. Una era la del estudio privado del Papa –desde la que se asomó tantas veces en esos veintiséis años de pontificado, y por última vez, el miércoles 30 de marzo, y la contigua, la de la izquierda, era la del secretario personal del Santo Padre, Stanislaw Dziwisz, quien le había administrado la Unción de los Enfermos. Una noche intensa y especial, en la que jóvenes, familias y religiosos elevaron sus plegarias por la salud del Papa. Los fieles pernoctaron lo más cerca que podían, temerosos de que esas luces se apagaran definitivamente.
A la mañana siguiente, cuando le comunicaron al Papa la presencia de jóvenes en la Plaza del Vaticano, les dedicó la siguiente frase, que pronunció no sin muchas dificultades: “Os he buscado. Ahora vosotros venís a mí y os doy las gracias”. En seguida escribió una nota a las religiosas encargadas de su cuidado, a las que solía llamar “mis ángeles”: “No lloréis, aún estoy con vosotras”.
Pese a esas anécdotas que alimentaban el optimismo, el parte médico seguía siendo demoledor. Algunos de los más cercanos colaboradores del Papa acudieron a su habitación. Se despidieron y le agradecieron todas las obras de su pontificado. El cardenal Joseph Ratzinger, tras abandonar las dependencias del Papa aseguró: “Se está muriendo. Está a punto de pasar a las manos de Dios y me ha dado el último saludo”.
El Papa estaba siendo atendido en todo momento por un equipo formado por su médico personal, Renato Buzzonetti, dos especialistas en reanimación, un cardiólogo, un otorrinolaringólogo y dos enfermeros. Aunque se le había visto muy mal de salud en los últimos años, no obstante, esta vez era diferente. Más que significativo era el hecho de que, ante el súbito agravamiento del Papa, no se le hubiera trasladado al policlínico Gemelli. Fue el Vicario de Cristo en la Tierra el que se negó a ir al hospital. “Aquí me quedo”, dijo, después de que le explicaron la gravedad de su situación y la conveniencia de ser trasladado al centro hospitalario. Al parecer, quería morir serenamente en el Vaticano, como un Papa, y allí tenía todos los elementos que garantizaban su asistencia completa. Él sabía que no era una hospitalización más y que vivía sus últimas horas. No dudó nunca en mostrar su sufrimiento, ya que quería que fuera el espejo en el que se pudieran mirar millones de enfermos en el mundo entero. Un espejo de dignidad, una lección de grandeza.
Nadie pasó indiferente estas últimas horas de Juan Pablo II. Al margen de ideologías o religiones, los principales líderes mundiales tuvieron palabras de pesar por la situación del Pontífice y no dudaron en dedicarle los mayores elogios. Así mismo, en todo el mundo se convocaron celebraciones religiosas para orar por el Papa. Millones de personas acudieron a sus lugares de culto para agradecerle su entrega y valentía. Horas tristes y plegarias al recordar la labor del Santo Padre: sus esfuerzos a favor de la paz y la convivencia entre comunidades... El mundo rezaba con devoción por un Papa que engrandeció la historia por la dimensión de su pontificado. El dos de abril del año 2005, a las 21:37, hora de Roma, el Santo Padre Juan Pablo II retornó a la Casa del Padre.
Peregrino de la paz, la esperanza, el amor y la justicia, Juan Pablo II tenía la costumbre de arrodillarse y besar la tierra de cada país que visitaba. En sus 104 viajes por el mundo, recorrió un millón 300 mil kilómetros y estuvo en 133 países. Predicó hasta el último momento la buena noticia del Reino de los Cielos. Quiso y supo morir de pie como los árboles. Cuando llegó al Vaticano, las personas que en el mundo estaban viviendo con su propia cruz a cuestas, reconocieron en él al Papa del sufrimiento, y de inmediato lo consideraron un hermano. Después, al tomar el timón de la barca de Pedro, se convirtió en la roca firme, que, sin temblarle el pulso, llevó a la iglesia, en medio de mil amenazas que la acosaban, hasta los mares del Siglo XXI. Durante sus 26 años de pontificado, siempre mostró al mundo a Jesús a través de María. Supo encontrar en cada veta de lo humano el signo de lo divino y se esforzó en descubrir en todo lo terrenal un soplo de trascendencia. Fue el Papa de todos, el Papa que denunció la injusticia y sembró la armonía, el Papa que condenó el terrorismo y predicó la convivencia y el buen entendimiento entre los pueblos. Fue un hombre enviado por Dios, a modo de profeta de los últimos tiempos, para darle al mundo la buena nueva de que Dios es un padre que ama por igual a todos sus hijos.
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