(Segunda parte)
En el mes de diciembre, el barco que llevaba a los religiosos rumbo a Hawai, entre los que se encontraba el padre Damián De Veuster, surcó el Atlántico, rumbo al sur, hacia el extremo occidental de África. Durante el trayecto, los religiosos celebraron cada mañana el sacrificio de la misa y ayudaron en lo que podían para que todo fuese lo mejor posible. Cuando uno de los marineros le preguntó al padre Damián ¿por qué cruzaba medio mundo para tan sólo llevar la fe a unos indígenas que ni siquiera conocía? Él respondió: Lo hago por amor al Evangelio. “Hermano –dijo en voz baja el marinero-, con semejante fe usted debe ser un hombre feliz. ¡Ah, si yo pudiera creer!... Sería otro muy distinto del que soy”. –Usted debe orar, amigo mío –le replicó Damián De Veuster-, la fe es también una gracia de Dios.
En la primera semana del año nuevo, el barco dobló el Cabo de Hornos. Fue en esos momentos cuando el padre Willemsen celebró una misa de réquiem por los misioneros que veinte años antes habían muerto en ese lugar, víctimas de las tempestades y el oleaje. Los últimos días de enero trajeron muchas horas de angustia. Por espacio de diez días, un violento temporal barrió el océano. El mar parecía un infierno viviente y las olas arrastraban al barco como si fuera un frágil cascarón. El terrible huracán duró todo el día y comenzó a ceder con las primeras horas de la noche.
El 17 de marzo, las azules montañas de Hawai aparecieron en la línea del horizonte. Pronto pasaron por la isla de Molokai y posteriormente a la de Oahu. Al mediodía del 19 de marzo, finalmente, daban vuelta a la Punta de Diamante y al caer la tarde anclaban en el puerto de Honolulu. Habían llegado al término del viaje después de 139 días de navegación.
El anciano obispo les dio la bienvenida en la catedral de Honolulu y les dijo: “yo os saludo ante el altar, en el que diariamente Cristo sube a la cruz. Aprovechen bien el tiempo. No cesen de pedir la gracia de Dios, que van a necesitarla en abundancia”.
En la isla de Puna, el padre Damián construyó una hermosa iglesia a orillas del mar, que el día de San José fue solemnemente consagrada. Después se dirigió a la isla de Kohala. Eran muchas las gentes que en años no habían recibido la visita pastoral de un sacerdote. Durante varias semanas, Damián, acompañado de un sirviente, recorrió su inmenso distrito misional. Pasaba de aldea en aldea, de choza en choza. En voz alta oraba el sacerdote diciendo: “¡Que yo encuentre un alma para poder conducirla a Ti, oh Señor, y con ello estaré suficientemente recompensado!”.
Después de varios días de estar caminando en la espesa selva, descubrieron una choza, en la que sus habitantes les sirvieron cocos, plátanos y calabazas para que comieran. A la mañana siguiente, el padre Damián escuchó la confesión de varios indígenas. Muchos de ellos habían llevado con tesón los combates del espíritu en aquellos años que no recibieron la visita apostólica de ningún misionero. Otros, en cambio, habían caído en el más bajo embrutecimiento. La infidelidad matrimonial, la muerte causada a las criaturas antes de nacer, las soeces obscenidades cometidas aun en la edad infantil y todas las taras morales propias de paganos, éranle confesadas con la sonrisa en los labios y se sorprendían de que el misionero calificara aquellas cosas de pecados graves. Una mujer se llegó a él, y le confesó haber dado muerte, según una vieja costumbre, a uno de los dos mellizos que le habían nacido.
-Aquí hace falta un sacerdote –suspiró el misionero-. Así, no es de extrañar que en un campo tan descuidado crezca la cizaña entre la buena semilla. Minutos después, aquellos sencillos indígenas supieron llorar con dolor sus pecados, cuando el misionero les hizo comprender, con palabras llenas de seriedad y amor, toda la magnitud de sus culpas. “Perdona a tu pueblo Señor. No dejes que tus hijos caigan en la cima del pecado. Perdónalos Señor, porque no saben lo que hacen”.
Después de la misa, el misionero regresó a la choza que le servía de alojamiento. A la entrada, vio acurrucada a una anciana que lanzaba grandes gemidos. -¿Tienes dolores, abuelita? –preguntóle el padre Damián-. Déjame ver las heridas de tus manos. Pero ella, obstinadamente, se resistía a mostrar sus manos, que ocultaba temblorosa tras la espalda.
-Vamos abuelita; verás cómo no te hago daño- insistió, tomándole con suave energía una mano, que despojó de los sucios trapos que la envolvían. Apenas apartó el vendaje, hizo Damián un brusco movimiento de retirada, en tanto un súbito y frío sudor perlaba su frente y sus ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. El hombre duro y enérgico había palidecido intensamente.
–¡Lepra! ¡Lepra, Dios mío! -gimió horrorizado, ocultando el rostro entre las manos. Los dedos de la mujer no eran sino blancos e informes muñones, putrefactos y sin uñas. De sus llagas fluía un viscoso pus, cuya pestilencia se esparció rápidamente por toda la choza. El fuerte misionero temblaba horrorizado. Convulsamente, sus manos se dirigieron al corazón, pareciéndole sentir ya el abrazo de la muerte. Sus manos, empero, tropezaron con la cruz que pendía del cuello. ¡La cruz del misionero! Fijando en ella su mirada, quedó largo rato contemplando la imagen de Jesucristo. Fue en esos momentos cuando le pareció escuchar de labios del Crucificado unas palabras que le llegaron directamente al corazón: “¿Por qué eres cruel con ella? Yo he puesto mi mano sobre la frente de los leprosos y he sanado sus heridas. ¿Y tú?”.
-¡Perdóname, Señor! –imploró el misionero- Yo sé que tú estás en los miserables y afligidos. Tú estás también en los leprosos... y yo no te había reconocido.
Damián se inclinó sobre la infeliz, la alzó del suelo y depositó un beso en su frente arrugada. Luego, despojándose de la sotana, y de su blanca camisa, rasgó una tira con que, humedecida en agua, lavó las purulencias de los pies y manos de la leprosa. Su frente estaba bañada en sudor y la repugnancia ahogaba su garganta. Pero no cesó en su tarea hasta haber limpiado los miembros enfermos y haberlos vendado con jirones de su propia camisa. –“Dios te quiere mucho, muchísimo, abuelita –susurró a la anciana-. Dios deja sentir el peso de su mano sobre aquéllos a quienes más quiere”.
CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.
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