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Más Allá de las Palabras / MOLOKAI

Jacobo Zarzar Gidi

(Tercera parte)

Pasaron los años. Damián seguía trabajando intensamente en el campo de su nueva misión. Con frecuencia el apóstol peregrino llegaba sangrando a su destino, después de escalar escarpadas montañas. Sin embargo, ¡cuán dichoso sentíase el misionero cuando, después de tantos trabajos, encontraba siquiera un alma que pudiera encaminar hacia Dios! Varias veces comprobó, con el más grande dolor de su alma, que, durante su ausencia por esos lejanos lugares, el enemigo había esparcido la cizaña entre la buena semilla que él arrojara! Con frecuencia encontró que todo estaba hecho ruinas, pero, apretando los dientes, el padre Damián De Veuster volvía a empezar de nuevo.

A pesar de todo, Damián fue conquistando, poco a poco, su propia misión. En la cuaresma del año 1868 levantó una capilla al Señor en lo alto del monte. A las pocas semanas de haberla terminado con un esfuerzo indescriptible, una gran sacudida retumba contra la iglesia. La torre cede, los postes se quiebran. Todo se desploma. Un gran sismo causa gran destrucción en toda la isla. Muchos están heridos y caminan cojeando. En todos los rostros se descubre el desconsuelo y la tristeza. Los enfermos se apretujan unos contra otros gritando, susurrando y llorando. Damián está pálido como un muerto. Sus ojos parecen tener el brillo de la demencia y su voz apagada gime: -¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué nos has abandonado? –Has castigado severamente los vicios y pecados de este pueblo, y has derribado mi obra, Señor, porque no soy sino un pobre siervo pecador. Pero, si con esta prueba has roto el corazón de estas pobres gentes para que mejor reciban la nueva semilla, yo te doy gracias Señor por haber destruido mi obra. Dame tu fuerza para construirla de nuevo.

En las semanas siguientes, Damián se pone en camino para visitar su vasta parroquia. Por doquier encuentra a su paso la destrucción, la miseria y la muerte. En los barrancos de las montañas descubre confusos restos de hombres y animales, aplastados y triturados por los desprendimientos de rocas.

Damián se encamina hacia las montañas, tras las cuales la necesidad le está esperando. A lo lejos, escucha unas voces clamando justicia. Entre ellas, una risa que causa espanto. Era la risa de la demencia. Conforme va descendiendo, los gritos se escuchan más fuertes y la risa más estridente. Ante él se abre un barranco en el que hay una docena de personas. A su vista, Damián retrocede espantado, apoderándose de él el horror. Es como si hubiera echado una mirada al infierno. Casi todos están completamente desnudos. Sus cuerpos aparecen mutilados, descompuestos, corroídos. Sus rostros están desfigurados en muecas demoníacas. Es aquél el barranco en que los leprosos dementes se ocultan de los agentes de sanidad, para no ser conducidos a punta de pistola a Molokai. También allí se han dejado sentir los terremotos del Viernes Santo, pues en algunos de los leprosos pueden observarse todavía heridas recientes. ¡Aquello es el infierno! ¡Buen padre blanco! -Le dice uno de ellos. “Tenemos hambre, mucha hambre. Hace ocho días que nadie llega hasta nosotros, y no podemos ir al poblado porque el terremoto ha borrado los caminos”. -¡Yo cuidaré de vosotros, hijos míos! –responde el padre, y reparte sus provisiones entre los pobres hambrientos, que se abalanzan sobre ellas como perros. Luego examina a los heridos y nuevamente rasga en tiras su camisa para vendar algunas de aquellas heridas y llagas. Un rayo de luz ha descendido sobre el infierno de los condenados... Dos semanas más tarde volvió Damián al barranco de los leprosos, pero no encontró más que a uno de ellos que estaba agonizando a la entrada de la cueva. Todos los demás habían sido descubiertos por los agentes de la comisión de sanidad y conducidos, a la fuerza, a Molokai. El misionero sólo pudo cerrar los ojos del moribundo, al mismo tiempo que suspiraba con tristeza: ¡Si cuando menos ellos tuvieran un sacerdote en Molokai!

No conforme con dejar así las cosas, el padre Damián se entrevista con el obispo y le pide que lo traslade cuanto antes a Molokai. Después de analizarlo con detenimiento y de tomar en cuenta al resto de sus misioneros, el obispo le responde: -¡Vaya usted, pues, en nombre de Dios! ¡Gracias, Monseñor! –Contestó Damián. Luego, todos lo rodean, estrechándole la mano y deseándole suerte en el más duro sacrificio que hasta entonces se hubiera impuesto misionero alguno.

-¡Hijos míos! –dice el anciano obispo con voz conmovida a los leprosos que fueron a recibirlos en Molokai. Hasta ahora os encontrabais solos en esta isla, alejados de vuestra patria y de aquéllos que os aman. Hoy os traigo un sacerdote que quiere ser un padre para todos y cada uno de vosotros. Tanto os ama, que ha querido venir hasta aquí para vivir y morir entre vosotros. Los leprosos se acercan al altar, palpan las manos del sacerdote y observan su rostro para ver si encuentran en él alguna huella de la horrible enfermedad. Pero, no; el padre blanco está completamente sano y viene voluntariamente, por amor a ellos. Aquí y allá, algunos comienzan a sollozar inconteniblemente.

De nuevo se hace el silencio; el padre quiere hablar. -¡Hijos míos, vengo a vosotros para compartir vuestra suerte. Vuestra será mi vida, vuestro será mi pan, vuestros serán mi corazón y mis manos; vuestro seré en vida y en muerte. Y si Dios quiere convertirme en uno como vosotros y cargar vuestra cruz sobre mis hombros, yo estoy dispuesto a ser semejante a vosotros: un leproso más entre los leprosos de Molokai.

Por la tarde, el padre Damián acompaña al obispo hasta el barco. Una vez más se inclina bajo la mano que le bendice. Un último saludo, un postrer adiós, y Damián queda solo, solo en el infierno de Molokai.

Cerca de la colonia de los leprosos, siente Damián que le sujetan la sotana. Allí, a la vera del camino, yace un hombre. El rostro llagado está cubierto de polvo. Sus ojos, enrojecidos e inflamados, miran lastimeros al sacerdote. Sus manos, consumidas y mutiladas, se elevan suplicantes. -¡Hambre!, ¡Hambre! –gime con voz ronca. Damián le da su último pedazo de pan, en el que el leproso hunde ávidamente sus dientes. Y de la boca sin labios se le escapa la saliva. -¿Dónde tienes tu morada? –Pregunta el padre. Pero el enfermo emite una risa prolongada y hueca, como la de un enajenado.

-Antes tenía una choza –dice-, pero llegaron otros y me arrojaron de ella. Dicen que no se necesita choza para morir. El horror se apodera del sacerdote. Pero, inclinándose sobre el sucio y maloliente enfermo, le toma en sus fuertes brazos y le lleva hasta su propia choza.

-No necesito techo para guarecerme, en tanto queden enfermos que carezcan de él –dice para sí mismo el padre Damián. Ahora es un pobre mendigo, como lo fue el mismo Dios en la Tierra. No tiene dónde reclinar su cabeza. Se tiende bajo un pandano, cerca de la iglesia. Desde la choza llegan hasta él los lamentos y las risas del leproso. De algún sitio se escucha el siniestro redoblar de un tambor. En torno a una hoguera, varios leprosos borrachos danzan grotescamente en honor de una diosa pagana. El ruido dura toda la noche, lo que impide al padre Damián conciliar el sueño. -¡Dame fuerzas, Señor! –implora con fervor el misionero... CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

jacobozarzar@yahoo.com

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