(Primera parte)
El día tres de mayo de 1936 volvía a Flandes, su patria, el hijo de una humilde familia de labradores; el mismo que muchos años antes partiera de una pequeña aldea de Brabante. Ahora, un barco de guerra lo dejaba en el puerto de Amberes, en medio de las salvas de honor de los cañones. A su paso, todo un regimiento presentaba armas, un purpurado cardenal le daba la bienvenida, y un presidente de ministros pronunciaba el saludo de la patria, mientras el mismo rey se postraba ante el repatriado. Como en carrera triunfal, el flamenco pasaba por los pueblos y ciudades de la madre patria, al tiempo que en todas las torres las campanas eran echadas al vuelo, las banderas tremolaban al viento y los niños cubrían los caminos de flores.
¿Quién era el que, cual un emperador, regresaba a su patria?: ¡Un muerto! Un hombre que, en una lejana isla del inmenso océano, había dado su propia vida por sus hermanos sumidos en el dolor. Un mártir de la caridad. El leproso entre los leprosos de Molokai. Un sacerdote que se había inmolado en “la isla de la muerte”: Damián De Veuster. El último héroe de Flandes, un héroe en el reino de Dios y una vida ejemplar para las actuales y futuras generaciones.
El Padre Damián De Veuster nació en Bélgica el tres de enero de 1840. Siendo muy pequeño, en la escuela, gozaba haciendo chozas como las que construyen los misioneros en la selva. Desde entonces tenía el deseo de acudir a tierras lejanas para evangelizar a todos aquéllos que aún no conocían a Jesucristo. Años después, en su corazón infantil cruzó con mayor fuerza la idea de consagrarse al Señor como religioso o sacerdote. Es de todos conocido que Dios no habla con palabras humanas, pero el alma siente el aliento de su voz.
El día que Damián hizo su Primera Comunión, el sacerdote llegó delante del pequeño, y elevando la Forma Sagrada sobre el copón, la puso en la lengua del niño diciendo: -El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna. Amén. Ese mismo día, por la noche, su madre se acercó para darle un beso en la frente, el niño rodeó con ambos brazos su cuello y le dijo: -Madre, voy a comunicarte un secreto que es para ti sola. –Yo creo que Dios me ha llamado hoy. Quizá algún día sea sacerdote.
Damián fue creciendo con un corazón noble dispuesto a servir a su prójimo. Desde niño sintió aversión por la vida fácil. Fueron varias las noches que durmió sobre el suelo, y en otras ocasiones, colocó una tabla en el lecho, pues no era amigo de las comodidades.
A los 18 años sus padres lo enviaron a Bruselas para estudiar. Fue por esos días cuando acudió a un sermón misionero a cargo de un padre redentorista. Cuando subió al púlpito, un silencio absoluto se hizo en los ámbitos del templo. Rompiéndolo, sonó vibrante y enérgica la voz del predicador, que dijo: -Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones... Damián experimentó un sobresalto, como si hubiera sido tocado con un hierro candente. El predicador repitió: -Hoy, Dios os convoca a la santa misión. Dios llama a vuestros corazones. Desgraciado el que, oyéndole, no le abre y le recibe, como el surco recibe a la semilla: Dios puede pasar de largo con su bendición.
Más adelante, el religioso habló de una llamada especial, de la vocación que Dios concede a sus apóstoles. Este llamamiento es la máxima gracia y amor, pero es también un mandato apremiante, que traspasa el alma como una espada. “En cualquier parte, tal vez en una isla remota, hay hombres cuyas manos heridas se alzan implorando caridad; hombres que han perdido la esperanza por estar viviendo en la miseria. Si ustedes aceptan la invitación, el Señor tomará de la mano a su elegido y le enviará a los trabajados y cargados, a los pobres y oprimidos, a los enfermos y desahuciados, y se convertirá para ellos en padre y madre, en hermano y hermana. Y esa lejana isla, perdida y olvidada, será su patria, porque allí viven hombres y mujeres esperándolo todo de su caridad cristiana”.
Elevando sus manos, el predicador repitió con énfasis, como colofón de su sermón, las mismas palabras con que comenzara: -Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones. Damián sintió como si el dedo de Dios tocara su corazón. En aquella hora desaparecieron las dudas, y un rayo pareció disipar todas las tinieblas y los velos, dándole plena clarividencia.
Al día siguiente Damián escribió a sus padres pidiéndoles permiso para entrar de religioso en la comunidad de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Su hermano Jorge se burlaba de él, diciéndole que era mejor ganar dinero que dedicarse a ganar almas. Años más tarde este hermano perdería completamente la fe en Dios.
Damián acostumbraba arrodillarse ante la imagen del gran misionero San Francisco Javier, y le decía al santo: “Por favor alcánzame de Dios la gracia de ser un misionero como tú”. A pesar de sus escasos estudios, y de no haber aprendido en época temprana el latín, a los seis meses de permanecer en el seminario, Damián fue admitido entre los novicios aspirantes al sacerdocio. La constancia, la tenacidad y la alegría del campesino flamenco habían vencido todos los obstáculos. Ahora podía ir directamente a su objetivo. En esos momentos recordó las palabras del misionero redentorista cuando mencionó con claridad que tres cosas, ante todo, hacen al buen novicio: silencio, recogimiento y oración. Así transcurrió en el convento de Lovaina aquel año pletórico de bendiciones en que el Espíritu Santo vertiera el ardiente torrente de su gracia. Y fue en el otoño de 1860 cuando Damián emprendió el camino a París, para hacer su solemne profesión en la casa madre de la orden. Como soldados, los novicios prestaron juramento a su bandera, y dieron un enérgico ¡sí! a cada uno de los tres votos: pobreza, castidad y obediencia. En la orden de los Sagrados Corazones, la profesión solemne es todavía algo más: se consagran al sufrimiento y a la muerte. Se extiende sobre ellos, al estar postrados en el piso, el gran paño negro del catafalco, que es la mortaja con que se cubre el féretro en las misas de difuntos.
El día de Todos los Santos del año 1863, el hermano Damián De Veuster, en Bremerhaven subía al esbelto buque de tres palos “R. W. Wood”, que había de llevar a los misioneros a las islas hawaianas. CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.
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