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Más Allá de las Palabras / POR LOS CAMINOS DEL SUR

Jacobo Zarzar Gidi

(Segunda parte)

El padre Alberto Hurtado mira con profundidad la realidad chilena a la que desea transmitirle la “buena noticia”. Su intención es extender hasta el mundo de los profesionales, intelectuales y jóvenes, una visión que marque a fondo los valores de la sociedad. Se trata de evangelizar la cultura. Para responder a ese desafío funda la revista “Mensaje” cuya primera edición con un tiraje de dos mil ejemplares circuló en el mes de octubre de 1951. Tenía en la práctica de la caridad un celo incontenible. Vivía en un acto de amor a Dios que se traducía constantemente en algún acto de amor al prójimo. Su celo casi desbordado no era sino su amor que se ponía en marcha. Tenía un corazón como un caldero en ebullición que necesitaba la válvula de escape y aquí está la explicación de las múltiples obras de caridad que emprendió desde joven. Si todos recibían mucho de ese gran corazón, había un santuario íntimo en que se descubrían hasta lo indecible las riquezas de aquel joven privilegiado: era su hogar familiar donde su madre, doña Ana Cruchaga de Hurtado y su hermano Miguel compartían con Alberto las angustias y alegrías en forma maravillosa. Allí se expansionaba en grande el futuro apóstol; y después del amor de Jesús, el amor a María y los grandes amores cristianos, el de su madre tenía culto privilegiado.

El enfoque utilizado en sus pláticas era atractivo como el que usó para un ciclo de charlas que ofreció en 1936 en la Universidad Católica de Chile sobre “La educación de la castidad”. El padre Hurtado sostenía “que no había propiamente una pedagogía sexual, sino una pedagogía integral de formación del carácter, en la que se dan instrucciones sobre sexualidad sólo el mínimo necesario, robusteciendo ante todo las fuerzas espirituales para que el muchacho pueda tomar, frente a los nacientes impulsos de su sexo, la actitud mental y moral que rectamente corresponda. Así, pues, el comportamiento sexual de un joven es el resultado de toda su educación”. “La recta educación espiritual ha de dar como resultado una pieza robusta, varonil, sana y alegre, que prepare al joven para vivir independientemente la sana libertad de los hijos de Dios, siguiendo ante todo esta máxima: Hacer lo que haría Cristo si estuviese en mi lugar”. Su jovialidad era tanta que, ver venir al padre Hurtado era ver dos cosas simultáneas: una amplia sonrisa y una voz de alegría y aliento: “Contento, Señor, Contento”. Ésa era su expresión favorita, aunque todo se le diera en contra y aunque llegaran las situaciones adversas, como alguna vez llegaron, hasta la amargura de la incomprensión. Del “¡Contento, Señor, Contento!”, dijo una vez: “si fuera obispo indulgenciaría esta jaculatoria”. Además, todos hallaban muy lógico y simpático aquello de que si Dios era el “Patrón”, los cristianos, sus hijos, a quienes el padre Hurtado como sacerdote tenía que servir, fuesen “los patroncitos”. Cada “patroncito”, llamado así en forma tan cariñosa y espontánea, se sentía como si fuera único.

El padre Hurtado afirmaba que el tono general de la sociedad chilena era de una progresiva paganización; que el materialismo invadía todas las esferas; que las masas de arriba, de abajo y del medio se alejaban de la iglesia y la consecuencia era la depravación moral, la pérdida de la noción del pecado, la ignorancia de las responsabilidades y la agravación de un egoísmo brutal en los individuos. “Nuestra acción o nuestra inacción, decía el padre Hurtado, tienen sentido social. La iglesia será lo que nosotros seamos. Ya lo decía San Agustín: No hay que quejarse de los tiempos. Seamos nosotros mejores y los tiempos serán mejores. Nosotros somos el tiempo”.

Como asesor de la rama juvenil de la Acción Católica, el padre Hurtado reclutó un grupo selecto formado por jóvenes que aspiran, con la gracia de Dios, a vivir plenamente su fe, y aceptar todos los sacrificios que traiga consigo el apostolado de la Acción Católica para la extensión del Reino de Cristo. Quería formar hombres recios. “Para ser cristiano hay que ser muy hombre”, decía a menudo, y comenzaba por ser él un modelo de hombría. Gracias a la tremenda actividad que le imprimió el padre Hurtado, traducida en giras, sesiones, cursos, reuniones públicas, propaganda, y por sobre todo, gracias a la influencia espiritual del asesor, la Acción Católica empezó a crecer y a tomar dimensiones sin precedentes. Para los jóvenes, Cristo era una realidad. Tenía un atractivo que no habían sospechado en las desteñidas explicaciones del catecismo que habían oído con desgano cuando eran niños. Cristo era el Jefe, el Héroe, el Hermano Divino, el Rey triunfante y amoroso, el Redentor que aún sigue sangrando en una agonía que durará hasta el final de los tiempos. “El Reino de los Cielos padece violencia y sólo los esforzados lo arrebatan. El que quiera venir en pos de Mí, tome su cruz y sígame. El grano de trigo que aspira a dar fruto, muere primero. El que pone la mano en el arado y vuelve los ojos atrás, no es apto para el Reino de los Cielos”. Estos conceptos movieron a la juventud, y la motivaron como nunca lo habían hecho. Los muchachos salían a las calles por millares, agitando banderas y antorchas para proclamar a Cristo. Los trenes se hicieron estrechos para transportarlos a un congreso que los reunió en Valparaíso; mantuvieron cuatro publicaciones y visitaron hasta los más lejanos puntos de la nación. Al mismo tiempo que aumentan las vocaciones sacerdotales, lanza a los jóvenes al más hermoso de los apostolados consistentes en conquistar para Cristo la gran ciudad, la aldea campesina, la fábrica, la oficina y todos los rincones de Chile.

El padre Hurtado decía que existe mucho dolor que remediar. “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos desalojados de sus míseros conventillos. ¡Cristo no tiene hogar!”; y con palabras angustiadas afirmaba: “No queremos dárselo nosotros, los que tenemos la dicha de tener casa, comida abundante y educación asegurada para los hijos, no queremos dárselo…”.

La respuesta fue amplia y generosa. La Obra del Hogar de Cristo, por su finalidad profundamente humana, conquistó los corazones de la opinión pública chilena. Centenares de personas de todos los niveles se comprometieron. Al mismo tiempo que planteaba los problemas que debían encararse de inmediato, el padre Hurtado dejó establecida la forma de actuar con los pobres. Así aseguró el procedimiento que se debería seguir para siempre: “A todos abre sus puertas el Hogar de Cristo, a todos, sin distinción de creencia ni ideología. Una sola cosa exige a los que piden su ayuda: que realmente la necesiten. Quiere el Hogar de Cristo repetir con los pobres de ahora el gesto del Buen Samaritano, que viendo herido al pobre, sin mirar más que su dolor, lo curó, lo cargó sobre su cabalgadura y lo tomó a su cargo. ¿Acaso no dijo el Maestro: haz tú lo mismo?”. CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

jacobozarzar@yahoo.com

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